jueves, 14 de enero de 2016

El Darío Decolonial

EL DARÍO DECOLONIAL
Por Freddy Quezada

INTRODUCCIÓN


Antes que caiga la “dariítis” sobre los hombros flacos de este país, donde las cosas y seres que aún no llevan su nombre, seguro se les denominará con él, desde fragancias para señoras casadas hasta lociones de caballeros para después de afeitarse, pasando por los caballitos sin nombre de circos pobres y deteniendo el vicio bautista, por respeto, sólo en los baños; y antes que tales desmesuras acaso obliguen a recogerme en la soledad de unos bosques, si los hubiera; en las de unas aguas mansas, si lo fueran; o en la paz de unos volcanes, si durmieran, deseo pagar mi tributo al César.


Esta es una opinión, ni mayor ni menor que otras, acerca de una obra más sobre Rubén Darío, en medio de la fiebre por el centenario de su muerte y en virtud del cual quizás corra la suerte de ser sepultada por la avalancha que se avecina. Se trata del texto de Carlos Midence “Rubén Darío y las nuevas teorías”, en su segunda edición y que viene acompañada de la novedad de un último capítulo, amplio y fecundo,  denominado “Rubén Darío: una estética libertaria y descolonizadora”. Digo bien, “opinión”, anclándola en el rango de la doxa que es donde pertenece este género en el que siempre me he sentido a gusto y cuyos significados siempre son del dominio público, incluyendo las que vienen de intérpretes autorizados como darianos, dariístas, dariólatras y dariólogos, todos rivales entre sí, por hacerse reconocer un señorío falso sobre un objeto de construcción hermenéutica colectiva que es, junto a Sandino, las bases identitarias de este país y cuyo fundamento, para serlo, debe prescindir de todo aquel que los registre con espíritu de dueño, al servicio de un alegre modo de vida que les asegure alimento periódico y reputación segura.


Carlos Midence, cuya obra en su primera edición tuve el honor de prologar en esta segunda ha contado con el privilegio de ser presentada por la Dra María Amoretti Hurtado, catedrática emérita de la Universidad de Costa Rica, cargando las luces en toda la obra en general, como corresponde, pero en particular en este último capítulo del que ya procedo a comentarlo.


El autor hace girar al Darío decolonial alrededor de la combinación de seis “sistemas de ideas”, como él lo llama: 1) antiimperialismo/identidad nuestroamericana/idea de progreso; 2) la sensualidad/sensorialidad; 3) espiritualidad/religiosidad/; 4) formalidad/estilo/técnica/estética; 5) mitología/fábula: popular, pre-colonial y elitaria y 6) la generación de una estética o de una forma de concebir arte/pensamiento desde una visión propia/original/otra, es decir, decolonizadora/libertaria.


Debo decir, a mi juicio, que los seis sistemas están repartidos de un modo muy asimétrico, cobrando relieve para el autor, y respondiendo así a su intención de aplicarle el nuevo paradigma decolonial, el último aspecto, al que le destina el grueso de todas las páginas de este último capítulo. Acaso porque los cinco aspectos aludidos ya hayan sido tratados, casi por separado, por otros emisores autorizados, encontrables en la taxonomía referida arriba que uno de ellos, caballero servidor de causas de alquiler, hizo de los demás, reservándose para sí, y otros tres, la escala superior, es que Carlos Midence le haya rehusado luz en beneficio del Darío propiamente descolonizador y libertario, como lo denomina.  A él, pues, quiero yo también destinar el grueso de mis opiniones.


Adelanto algo para enmarcar mi juicio. La decolonialidad es una escuela fecunda que no ha terminado de extender sus alas por toda Nuestra América, donde es conocida de un modo desigual y, francamente, sólo en ámbitos universitarios. Parte del principio que hay que anclar las lecturas del mundo de un modo descentrado del eurocentrismo, pluriversal y desde fundamentos epistémicos otros, en especial de comunidades originarias y afrodescendientes y descolonizar nuestro pensamiento a través de unas líneas fronterizas que cohabiten, como ya lo han hecho pensadoras y artistas “chicanas” en EEUU, pero no, aún, nuestros mestizos, y ya no digamos las élites económicas y académicas, que siguen guardando su cabeza en Europa y su cuerpo en América. Imaginan el eurocentrismo como el sucedáneo del capitalismo del cual algunos de sus más célebres representantes, no renuncian a seguirlo considerando el más grande enemigo del planeta. Es un paradigma que no busca transformar por la vía de la revolución los sistemas, ni ofrecer novedades históricas que consideran como propias del eurocentrismo. Sólo reclaman el derecho de ser reconocidas sus diferencias decoloniales, su alteridad irreductible en base a la calidad de unos sufrimientos que imaginan especiales, y la libertad de coexistir, al final, con quienes han causado sus heridas coloniales. Es un programa moderadamente emancipador que hoy gozaría de ser señalado como de medio-centro dentro de un espectro político clásico, del que, imagino, no les gustaría ser cubierto y, antes bien, atenerse a otras coordenadas y bajo otro radar.


Este modelo, que se ha vuelto peligroso en su simpleza, cuando llega a dominar más su aspecto emancipador por encima de su hermenéutica, y corre el peligro de convertirse en otro esquema liberador que arrastre detrás suyo a militantes ciegos y ortodoxos, se emplea también al mismo tiempo, para abrirse espacio en otros campos, fuera de los propiamente epistémicos al que se han consagrado hasta hoy. Dos de esos campos inexplorados, sin perjuicio de otros de los que no tengo noticias,  han sido la estética y las redes sociales electrónicas. Del primero, es que Carlos Midence se ha atrevido a ensayar con Darío, contando con pocos antecedentes entre los decoloniales mismos. Es un mérito de Carlos Midence esta aventura, aunque sólo sea por el coraje de proponer otra mirada sobre Darío, para romper las canónicas y saturadoras en las que nos ha adocenado el despotismo de los especialistas y la tiranía de los intérpretes autorizados. Sin duda, tendrá que pagar el precio de hacerse esperar en la sala de los aún no consagrados, para pertenecer al colegio autoritario que hoy desafía, mientras millones de receptores (dentro de los que me cuento a mucha honra), capturan los significados y nos lo repartimos entre todos, dentro de un espectro amplio de recepción.


Veo tres riesgos, sin perjuicio de otros, en este último capítulo de la obra de Midence:


a) El teleológico. En esta perspectiva, Rubén Darío corre el riesgo de parecer un profeta y la tentación de juzgar los hechos desde el ángulo de los fines, donde Midence con la ventaja y confidencia de un porvenir que es su presente, confirma lo que desde el pasado, pronosticó el poeta. “Darío se cuestiona la colonialidad en todas sus formas: poder, saber, ser, ver, estar, y propone un dispositivo, tanto de enunciación como de liberación, como será su proyecto estético” (Midence, 2015: 166). Una cosa se sostiene con la otra. Y, como Jack Nicholson en “The Departed”, si hubiese sido, de verdad, el infiltrado, (pudo ser el mejor film de todos los tiempos), se hubiese perseguido, como el pensamiento, a sí mismo, sin saberse el girador de la orden. La verdad se nos presenta así como una ilusión epistémica retrospectiva, al servicio de refrendar el paradigma que se emplea para leer el pasado de otro modo y, desde las nuevas perspectivas, desprender pronósticos que lo legitimen como si fuera clarividencia de los actores bajo estudio. Ya sabía Darío lo que iba a pasar y era perfectamente lógico, sin vacilaciones, ambigüedades, incertidumbres, temblores, apuestas, arrepentimientos, etc. La verdad que va al pasado para confirmarse como paradigma, invisibilizándose como narrador y presentarse, luego, como futuro pronosticado del autor bajo examen. Es como una banda de Moebius, donde lo que está sucediendo es la legitimación del paradigma observador, que es lo realmente observado, con cualquier objeto de estudio bajo su dominio, como pretexto. Rubén Darío no es que sea anacrónica o proféticamente decolonial, sino que se le invita a confirmar el paradigma que sostiene su examinador.


b) El libertador. El riesgo teleológico anterior, se oculta detrás de una línea de tiempo acumulativa, lineal o espirálica, que procede por rupturas y desplazamientos de áreas emancipatorias. Y aquí, el segundo riesgo de presentar a un Rubén Darío sustituyendo los fracasos emancipatorios de los metarrelatos modernos, por el área estética y lingüística que vendría a ser más eficaz desde el espacio, ahora decolonial, por ser último reducto de lucha, transformando las virtudes prometeicas de las áreas políticas en el tiempo por las estéticas desde los espacios colonizados, pero dejando intacto, en ambos casos, el papel liberador. Hay que recordar que toda filosofía moderna, postmoderna, subalterna o decolonial, desemboca siempre en política, porque es acción, derivable de sus programas liberadores. “Digamos que su estética que a la vez es un renglón epistémico aborda: la cuestión del subalterno, del olvidado: negro, indígena, oriente, y su incidencia en los discurso centrales, la construcción de la diferencia y el mestizaje, la problemática de la identidad en el interior de formaciones nacionales nuestroamericanas, la función de la letra, el arte y la estética dentro de los ordenamientos políticos - institucionales y sus contradicciones con los postulados capitalistas” (íbid: 136). Darío sería como un Bolívar delicado en barcos de vapor, un San Martín exquisito sin caballo o un Fidel Castro sin barbas, pero con manos de marqués. Lo que no pudieron cumplir los filósofos y políticos, lo podrán efectuar los artistas y aquellos pensadores que hicieron del lenguaje su casa de habitación, como el Heidegger tardío y todo el giro de sus sucedáneos hacia aquel. El arte vendrá ahora, como se decía de la verdad antes, a liberarnos e irá más allá de causarnos placer estético y deberse a su objeto (lengua, piedra, sonido, pintura, cine, cuerpo, etc.). No se trata de un arte engagé a la Sartre, sino él mismo, tomando las riendas del programa emancipador. El arte coronará así, ofreciéndose de instrumento y pasando de señor a siervo, la inversión total del viejo principio en que la verdad siempre nos haría libres, por el de la liberación que será siempre la verdad. Lo que había separado Kant, y que Hegel reunió de nuevo, los decoloniales, al parecer ignorando que en ello siguen a un Heidegger que detestan, buscan continuarlo, esta vez con el arte como redentor.


c) El hologramático. Una verdad teleológica acumulativa y una liberación sin cuestionamientos, como expresé en los acápites anteriores, para significarse y romper su sentido, a la vez que recuperarlo, tienen que ser literalmente arrastradas por un principio que niegue el tiempo en aquel, al recogerse en uno solo, y deshaga toda ilusión emancipatoria en esta, al no situar a un enemigo fuera de uno y dotar a todas las diferencias, sin enemigos, por igual, de una paradoja que las haga girar y le haga creer a observadores del tipo Bloom, por arriba, en cánones, y del tipo Vattimo, por abajo, en verdades débiles, múltiples y repartidas entre los receptores. En esta parte, Midence es muy fecundo y pareciera estrategia discursiva que se abandonara en los dos aspectos anteriores sólo para recuperar los extravíos y devolverles su pertinencia y creatividad bajo las hibrideces de sus tejidos. “Hablamos de la estética de la multiplicidad conectada, articulada, en constante composición, descomposición y recomposición. Es la estética de los colores, de los espesores,  de las formas entrelazadas, de los contenidos inter-penetrados, de las expresiones barrocas. Entonces se trata de la intuición de la creación, de la conjunción, de las asociaciones plurales, de las composiciones diversas, bullentes, dinámicas” (íbid: 132).
El principio hologramático al que nos referimos es “el todo está en cada una de las partes que, a su vez, están en el todo”. Que las partes sean habitadas por el todo, no significa que sean pacíficas siempre. Hay en ellas una violencia epistémica, en el caso de los espacios subalternos, pero en dejarse interrumpir, porque no hay opciones, residen todas sus estrategias e hibrideces. Darío es, si se me permite la libertad de anunciar otro modo de verlo, sin perjuicio de los que ya que existen, un holograma. Un Darío hindú. Una parte desigual, dentro de regímenes hegemónicos, y altamente combinada del todo. Como no hay nada fuera del registro hologramático, al estar el todo dentro de las partes, simultáneamente, se comprende que no haya tres tiempos afuera, sino uno, que no es el mismo presente encadenado a la serie de tiempos que conocemos, sino tiempo y espacio sin opuestos, advaitá, como le llama el hinduismo, “atractor extraño”, como se le conoce en las dinámicas no lineales, “agujero negro” en astrofísica o sinécdoque (“Un trozo de azul tiene mayor intensidad que todo el cielo”), en las figuras literarias.
Rubén Darío es todo, como cualquiera de nosotros, con una combinación desigual de las partes de la que gozamos y sufrimos y estamos compuestos. La combinación asimétrica que se hace cada uno del mundo es una creación, y ahí todos somos iguales en la diferencia, aún en los casos que se ignoren, lo que iguala al sabio con el ignorante, reunidos en el común de las personas. En Darío esa combinación llegó a ser muy compleja, pero ya todos viajamos en ella, como él, en nuestro papel de receptores insignificantes, ya viaja en nosotros.