Por Freddy Quezada
Me parece que fue Neil Armstrong, pero no el trompetista, como solía confundirlos mi padre, aunque pensándolo bien, debió ser Louis el que pisara por primera vez la luna. Un negro tocando con su trompeta melancólica (de preferencia la Chica de Ipanema) teniendo de fondo la Tierra, sería más digno de recordarse hoy, que tres blanquitos brincando como canguros, buscando en qué maduro dejarse caer, en todos los televisores blanco y negros de aquel planeta peludo, marihuanero y revolucionario de 1969.
Fue Armstrong, decía, quien se impresionó (según sus biógrafos este astronauta le impresionaba hasta la sopa de frijoles) más de lo debido con la Tierra y en un arranque entre místico y nihilista, se puso a pensar desde el satélite sobre la vanidad de los poderosos, las desigualdades y las diferencias sin sentido entre los seres humanos. Claro, cuando uno convierte su objeto de reflexión en una esfera azulada, pequeña y homogénea, tiene por fuerza que pasar a un nivel donde las diferencias no importan. El fenómeno me recordó un poco la ya remanida teoría del caos (¡cielos, así que ya envejeció!) donde un punto, visto de cerca es un ovillo con un conjunto de hebras que, a su vez, observadas más profundamente, son hilos con puntos de nuevo, y así sucesivamente. Toda la lógica del universo es como un juego de muñecas rusas, unas dentro de otras y al final de la más pequeña, como en las cebollas, no se encuentra nada. Sólo entonces uno cae en la cuenta que lo importante son las articulaciones entre las personas y de ellas, sus relaciones de poder a través de los que nos imaginamos de nosotros mismos y de los demás. De aquí que, haya que ver detenidamente las estrategias de un narrador (es) y la perspectiva desde dónde dice qué cosa y a quiénes quiere hacerles creer que lo que piensan es lo más propio de lo que pueden enorgullecerse, hasta el grado de sacrificar la vida propia y las ajenas si alguien piensa privárselo.
La igualdad moderna es un invento francés. Probablemente el rubro que más han sabido exportar los europeos a sus colonias y después al mundo entero, cuando ya no lo podían dominar enteramente. En tres siglos, del XVIII al XX, la igualdad se convirtió en un artículo de fe y una cosa tan sagrada como el propio Dios. Marx, ese furúnculo en los esfínteres de la burguesía, como él quiso ser recordado por ella, desenmascaró a la igualdad como una hipocresía del sistema capitalista, pero no la denunció para revelar su carencia de contenido, sino para recuperarla en un sistema superior de producción como el socialismo, fortaleciendo aún más la ilusión de que la igualdad de verdad existiría algún día, en virtud de un destino o una naturaleza que nos es inherente y a la cual desde dentro (porque todos nacemos iguales) y hacia fuera (por que también vamos hacia ella corrigiendo así los defectos del nacimiento) estamos inexorablemente consagrados a perseguirla.
La diferencia entre cosas diferentes es la igualdad, pero una tal que no se busque a sí misma, como la relación entre diferencias que es, sino que se detenga para disolverse. El feminismo en todas sus variedades, pero también los estudios de la cultura, la antropología postmoderna, los estudios subalternos y hasta los postcoloniales, desgarraron varias capas de la cebolla, bastando, con todo, detenerse a observar bien sólo una de ellas y, sin embargo, los necios y necias, siguen despojando capas tras capas buscando lo que vienen de destruir: la igualdad.
La igualdad es la gran ilusión de la modernidad que fue pasando del S. XVIII al XX, debilitándose cada vez más por dos razones: por la diferencia que, subalternizada a ella como obstáculo y defecto (desde las mujeres hasta las colonias, pasando por los campesinos y las etnias), empezó a liberarse en nombre de lo que la propia igualdad le había enseñado y, por el otro lado, el quebrantamiento de las propias promesas de la igualdad.
Después llegaría la diferencia en los hombros del postmodernismo europeo y norteamericano que dominaría las mentes y los grupos con los problemas de identidad y poder en una orgía de separaciones infinitas hasta hacer estallar el mundo y reducirlo a un campamento de astillas. Algunos hijos de casa en el seno de los imperios, estudiantes brillantes de las ex – colonias, tomarían las diferencias cargadas de virtud por sus anfitriones y le aplicarían sus propias enseñanzas, encontrándose con otro jueguito más de los intelectuales occidentales, desgarrándose entre reconocer el callejón sin salida por la vía de renunciar al sentido o regresar de nuevo al camino trillado de la vieja igualdad heredada por los imperios a los emancipadores de sus colonias de origen. Los inmigrantes ilustrados son ahora los ciudadanos del mundo que soñó Tom Payne, pero terminaron siendo tristes, incómodos y sospechando de todo. Curioso camino de vuelta de estos intelectuales que dieron cabida en sus imaginarios a la diferencia como categoría de poder (no ontológica), pero que jamás se desprendieron de esa promesa por ver a sus países con niveles socioeconómicos dignos y al menos parecidos al de los países metropolitanos donde sufren por no ser completamente ni de aquí ni de allá en un exilio de todos los lados, sin sacar las lecciones sencillas de este destierro por partida doble: que no hay diferencias pero tampoco igualdad.
Entonces, ¿cuál es esa otra igualdad de la que se viene hablando? Si de verdad hubiese llegado Louis Amstrong a la luna, como se lo merecía y como él nos hacía visitarla con sus notas, levantaría hoy la cabeza para verla, como recuerdo que hacía mi padre al salir algunas noches después de pisar con fuerza su cigarillo, y escuchar ese jazz imaginario que hubiese ejecutado para reconocer, mientras camino bajo su luz, que la otra igualdad, sin ilusiones ni promesas, es la diferencia, pero una tal que no se persiga a sí misma para no tropezarse y caer.
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