Pensar contra sí mismo
Emile Cioran
Debemos la casi totalidad de
nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la exacerbación de
nuestro desequilibrio.
Incluso Dios, por mucho que nos intrigue, no es en lo más íntimo de nosotros
donde le discernimos, sino justo en el límite exterior de nuestra fiebre, en el
punto preciso en el que, al afrontar nuestro furor al suyo, resulta un choque,
un encuentro tan ruinoso para El como para nosotros. Alcanzado por la maldición
que los actos conllevan, el violento no fuerza su naturaleza, no va más allá de
sí mismo, más que para volver de nuevo a sí enfurecido, como agresor, seguido
de sus empresas, que vienen a castigarle por haberlas suscitado. No hay obra
que no se vuelva contra su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al
filósofo, el acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que,
respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la
historia; sólo se salva quien sacrifica dones y talentos para que, liberado de su
condición de hombre, pueda reposarse en el ser. Si aspiro a una
carrera metafísica, no puedo a ningún precio guardar mi identidad; debo liquidar hasta el
menor residuo que me quede de ella; mas si, por el contrario, me aventuro en un
papel histórico, la tarea que me incumbre es exasperar mis facultades hasta que
estalle con ellas. Siempre se perece por el yo que se asume; llevar un nombre
es reivindicar un modo exacto de hundimiento.
Fiel a sus apariencias, el violento
no se desanima, vuelve a empezar y se obstina, ya que no puede dispensarse de
sufrir. ¿Que se encarniza en la perdición de los otros? Es el rodeo que toma
para llegar a su propia perdición. Bajo su aire seguro de sí, bajo sus
fanfarronadas, se esconde un apasionado de la desdicha. De este modo, es también
entre los violentos donde se encuentran los enemigos de sí mismos. Y todos
nosotros somos violentos, rabiosos que, por haber perdido la llave de la
quietud, no tienen ya acceso mas que a los secretos del desgarramiento.
En lugar de dejar al tiempo
triturarnos lentamente, hemos creído oportuno sobreabundar en él, añadir a sus
instantes los nuestros. Ese tiempo reciente, injertado en el antiguo, ese
tiempo elaborado y proyectado debía pronto revelar su virulencia;
objetivándose, iba a convertirse en historia, monstruo urdido por nosotros contra
nosotros mismos, fatalidad a la que no podríamos escapar, ni aun recurriendo a
las fórmulas de la pasividad, a las recetas de la sabiduría.
Intentar una cura de ineficacia; meditar sobre
los padres taoístas, su doctrina del abandono, del dejarse llevar, de la
soberanía de la ausencia; seguir, según su ejemplo, el recorrido de la
conciencia cuando deja de tenérselas con el mundo y se moldea sobre todas las
cosas, como el agua, elemento al que son afectos, eso ya podemos esforzarnos en
lograrlo, que no lo conseguiremos jamás. Ellos condenan juntamente nuestra
curiosidad y nuestra sed de dolores; y en esto se diferencian de los místicos,
y singularmente de los de la edad media, hábiles en recomendarnos las virtudes
de la camisa de cerdas, de la piel de erizo, del insomnio, de la inanición y
del gemido.
«La vida intensa es contraria al Tao», enseña Lao-Tsé,
el hombre más normal que hubiere. Pero el virus cristiano nos recome:
legatarios de los flagelantes, sólo refinando nuestros suplicios tomamos
conciencia de nosotros mismos. ¿Qué la religión declina? Perpetuaremos sus
extravagancias, como perpetuamos las maceraciones y los gritos de las celdas de
antaño, ya que nuestra voluntad de sufrir iguala a la de los conventos en la
época de su florecimiento. Si bien la Iglesia no goza ya del monopolio del
infierno, no por eso nos tendrá menos anclados a una cadena de suspiros, al
culto del padecimiento, de la alegría fulminada y de la tristeza jubilosa.
El espíritu, tanto como el cuerpo,
paga los gastos de la «vida intensa». Maestros en el arte de pensar contra sí mismos,
Nietzsche, Baudelaire y Dostoievski
nos han
enseñado a apostar por nuestros peligros, a ampliar la esfera de nuestros
males, a adquirir existencia por la división de nuestro ser. Y lo
que a los ojos del gran chino era símbolo de decadencia, ejercicio de
imperfección, constituye para nosotros la única modalidad de poseernos, de
entrar en contacto con nosotros mismos.
«Que el hombre no ame nada y será invulnerable». («Chuang‑tzé»).
Máxima profunda como inoperante. ¿Cómo alcanzar el apogeo de la indiferencia,
cuando nuestra misma apatía es tensión, conflicto, agresividad? No hay ningún
sabio entre nuestros antecesores, sino insatisfechos, veleidosos, frenéticos,
cuyas decepciones y desbordamientos nos será preciso prolongar.
Siempre según nuestros chinos, sólo
el espíritu desapegado penetra en la esencia del Tao; el apasionado no percibe
más que los efectos: el descenso a las profundidades exige el silencio, la
suspensión de nuestras vibraciones, léase de nuestras facultades. Pero ¿no es
ya revelador que nuestra aspiración a lo absoluto se exprese en términos de
actividad, de combate, que un Kierkegaard
se titule «caballero de la fe», y que Pascal
no sea nada más que un panfletario? Atacamos y nos debatimos; no conocemos,
pues, más que los efectos del Tao. Por lo demás, la quiebra del quietismo,
equivalente europeo del taoísmo, dice mucho sobre nuestras posibilidades y
nuestras perspectivas.
No veo nada más contrario a nuestras
costumbres que el aprendizaje de la pasividad. (La época moderna
comienza con dos histéricos: Don Quijote
y Lutero.) Si elaboramos tiempo,
si lo producimos, es por repugnancia a la hegemonía de la esencia y a la
sumisión contemplativa que supone. El taoísmo
me parece la primera y última palabra de la sabiduría: soy, sin embargo,
refractario a él, mis instintos lo rechazan, como rechazan doblegarse a lo que sea, hasta tal punto pesa sobre nosotros la
herencia de la rebelión. ¿Nuestro mal? Siglos de atención al tiempo, de idolatría
del futuro. ¿Nos libraremos de él por algún recurso de la China o de
la India?
Hay formas de sabiduría y liberación que no podemos ni
aprehender desde dentro, ni transformarlas en nuestra sustancia cotidiana, ni
siquiera encerrarlas en una teoría. La liberación, si efectivamente uno se empeña en
ella, debe proceder de nosotros: no hay que buscarla en otra parte, en un
sistema completamente acabado o en alguna doctrina oriental. Empero esto es lo
que ocurre en numerosos espíritus ávidos, como suele decirse, de absoluto. Pero
su sabiduría es un plagio, su liberación un engaño. No incrimino aquí solamente
a la teosofía y sus adeptos, sino a todos los que se equipan con verdades
incompatibles con su naturaleza. Más de uno tiene la India fácil, se imagina haber desenmarañado sus secretos, cuando
nada le dispone a ello ni su carácter, ni su formación, ni sus inquietudes.
¡Qué pulular de falsos «liberados» que nos miran desde lo alto de su salvación!
Tienen buena conciencia; ¿acaso no pretenden situarse por encima de sus actos? Superchería intolerable.
Apuntan, además, tan alto que toda
religión convencional les parece un prejuicio de familia, con la que su
«espiritu metafísico» no sabría contentarse. Reclamarse de la India suena indudablemente mejor. Pero
olvidan que ésta postula acuerdo entre la idea y el acto, identidad de la
salvación y de la renuncia. Cuando se posee «el espíritu metafísico»», esas son
bagatelas de las que uno no se preocupa.
Tras tanta impostura y tanto fraude,
es reconfortante contemplar a un mendigo. El, al menos, ni miente ni se miente:
su doctrina, si la tiene, la encarna él mismo; no le gusta el trabajo y lo
prueba; como no desea poseer nada, cultiva su desprendimiento, condición de su
libertad. Su pensamiento se resuelve en su ser y su ser en su pensamiento. Está
falto de todo, es él mismo, dura. Estar a la altura de la eternidad es también
vivir al día. De este modo, para él, los otros están encerrados en la ilusión.
Cierto que depende de ellos, pero se venga estudiándolos, especializado como
está en los trasfondos de los sentimientos «nobles». Su pereza, de una rara
calidad, hace de él un auténtico «liberado», perdido en un mundo de bobos y
engañados. Sobre la renuncia, sabe mucho más que numerosas de vuestras obras
esotéricas. Para convenceros, no tenéis más que echaros a la calle... ¡Pero no!
Preferís los textos que preconizan la mendicidad. Ya que ninguna consecuencia
práctica acompaña vuestras meditaciones, no es de extrañar que el último de los
pordioseros valga más que vosotros. ¿Es concebible el Buda fiel a sus verdades
y a su palacio? No se es «liberado‑vivo» y propietario. Me rebelo contra la
generalización de la mentira, contra los que exhiben su pretendida «salvación»
y la apuntalan con una doctrina que no emana de sus profundidades.
Desenmascararlos, hacerlos descender del pedestal en el que se han izado,
ponerlos en la picota, es una campaña a la que nadie debería permanecer
indiferente. Pues a todo precio, es preciso impedir a los que tienen demasiado
buena conciencia vivir y morir en paz.
Cuando hace un momento nos oponíais
lo «absoluto», afectabais un airecillo profundo, inaccesible, como si os
debatieseis en un mundo lejano, con una luz, con unas tinieblas que os
pertenecen, dueños de un reino al que nadie fuera de vosotros podría abordar.
Nos dispensáis, a nosotros los mortales, unas pocas briznas de los grandes
descubrimientos que acabáis de efectuar, algunos restos de vuestras
prospecciones. Pero todas vuestras penas sólo logran haceros soltar ese pobre
vocablo, fruto de vuestras lecturas, de vuestra docta frivolidad, de vuestra
nada libresca y de vuestras angustias de prestado.
Lo absoluto: todos
nuestros esfuerzos se reducen a minar la sensibilidad que conduce a ello.
Nuestra sabiduría ‑o, más bien, nuestra no‑sabiduría‑ lo repudia; relativista,
nos propone un equilibrio, no en la eternidad, sino en el tiempo. El absoluto que evoluciona, esa herejía de Hegel, se ha convertido en nuestro
dogma, nuestra trágica ortodoxia, la
filosofía de nuestros reflejos. Quien cree poder hurtarse a ella, da prueba
de fanfarronería o ceguera. Arrinconados en la apariencia, a veces nos ocurre
que abrazamos una sabiduría incompleta, mezcla de sueño e imitación. Si la India, para citar de nuevo a Hegel, representa «el sueño del
espíritu infinito», el sesgo de nuestro intelecto, así como el de nuestra
sensibilidad, nos obliga a concebir el espíritu encarnado, limitado a
encaminamientos históricos, el espíritu sin más, que no abarca el mundo, sino
los momentos del mundo, tiempo
despedazado al que no escapamos más que a tirones, y cuando traicionamos
nuestras apariencias.
Como la esfera de la conciencia se
encoge en la acción, nadie que actúe puede aspirar a lo universal, pues actuar
es aferrarse a las propiedades del ser en detrimento del ser, a una forma de
realidad en perjuicio de la realidad. El grado de nuestra liberación se mide
por la cantidad de empresas de las que nos hemos emancipado, tanto como por
nuestra capacidad de convertir todo objeto en un no‑objeto.
Pero nada significa hablar de
liberación a partir de una humanidad apresurada que ha olvidado que no se
podría reconquistar la vida ni gozar de ella sin haberla antes abolido.
Respiramos demasiado pronto para
poder aprehender las cosas en sí mismas o para denunciar su fragilidad. Nuestro
jadeo las postula y las deforma, las crea y las desfigura, y nos encadena a
ellas. Me agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo
justifica, me desposo con el movimiento, que me transforma en generador de ser,
en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que
arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo,
un agente de universos caducos.
Ahítos de sensaciones y de su
corolario, el devenir, somos no‑liberados por inclinación y por principio,
condenados selectos, presa de la fiebre de lo visible, husmeadores en esos
enigmas superficiales a la medida de nuestro agobio y nuestra trepidación.
Si queremos recobrar nuestra libertad,
lo que nos cuadra es deponer el fardo de la sensación, no reaccionar ya al
mundo por medio de los sentidos, romper nuestros lazos. Empero, toda sensación
es lazo, el placer tanto como el dolor, la alegría como la tristeza. Sólo se
libera el espíritu que, puro de todo contubernio con seres u objetos, se ejerce
en su vacuidad.
Resistirse a la felicidad es algo que la mayoría
logra; la desdicha,
en cambio, es insidiosa de otro modo. ¿La habéis probado alguna vez? Nunca os
saciaréis de ella, la buscaréis con avidez y, preferentemente, allí dónde no
está, y la proyectaréis ahí pues, sin ella, todo os parecería inútil y sin
brillo. Se encuentre donde se encuentre, expulsa el misterio y lo torna
luminoso. Sabor y llave de las cosas, accidente y obsesión, capricho y
necesidad, os hará amar la apariencia en lo que tiene de más potente, de más
duradero y de más cierto, y os atará a ella para siempre, pues, «intensa» por
naturaleza, es, como toda «intensidad», servidumbre, sujeción. ¿Cómo alzarse
hasta el alma indiferente y nula, hasta el alma desligada? Y ¿cómo conquistar
la ausencia, la libertad de la ausencia? Nunca figurará esta libertad entre
nuestras costumbres, como tampoco «el sueño del espíritu infinito».
Para identificarse con una doctrina
venida de lejos, habría que adoptarla sin restricciones: ¿Cómo se compagina
consentir en las verdades del budismo
y rechazar la trasmigración, base misma de la idea de renunciamiento? ¿Y
suscribir a los Vedas, aceptar la concepción de la irrealidad de las cosas y
comportarse como si existieran? Inconsecuencia inevitable para todo espíritu
educado en el culto de los fenómenos. Porque debemos confesarlo: tenemos el fenómeno en la sangre. Podemos despreciarlo o aborrecerlo, no por ello
dejará de ser nuestro patrimonio, nuestro capital de muecas, el símbolo de
nuestra crispación en este mundo. Raza de convulsivos, en el centro mismo de
una broma de proporciones cósmicas, hemos impreso en el universo los estigmas
de nuestra historia, y de esa iluminación que invita a perecer tranquilamente,
nunca seremos capaces. Hemos elegido desaparecer por nuestras obras, no por
nuestros silencios: nuestro futuro se lee en la risotada de nuestros rostros,
en nuestros rasgos de profetas mortecinos y afanosos. La sonrisa de Buda, esa
sonrisa que flota sobre el mundo, no ilumina nuestros rostros. A lo máximo,
concebimos la dicha; nunca la felicidad, privilegio de las civilizaciones
fundadas sobre la idea de salvación, sobre la negativa a saborear sus males, a
deleitarse en ellos; pero, sibaritas del dolor, retoños de una tradición
masoquista, ¿quién nos columpiará entre el Sermón de Benarés y el
Heautontimoroumenos? «Soy la herida y el puñal» [(Verso del poema de Baudelaire
«Heautontimoroumenos» (N. del T.)]: tal es nuestro absoluto, nuestra eternidad.
En cuanto a nuestros redentores,
venidos entre nosotros para nuestro mayor oprobio, amamos la nocividad de sus
esperanzas y de sus remedios, la diligencia que ponen en favorecer y exaltar
nuestros males, el veneno que nos inoculan sus palabras de vida. Les debemos el
ser expertos en el sufrimiento sin remedio. ¡A qué tentación, a qué extremos
nos conduce la lucidez!
¿Vamos a desertar de ella para refugiamos en la inconsciencia? Cualquiera puede
salvarse por medio del sueño, cualquiera tiene genio mientras duerme: no hay diferencias entre los sueños de un
carnicero y los de un poeta. Pero nuestra clarividencia no podría tolerar que
tal maravilla durase, ni que la inspiración fuese puesta al alcance de todos;
el día nos quita los dones que la noche nos dispensa. Sólo el loco posee el
privilegio de pasar sin roces de la existencia nocturna a la diurna: no hay
distinción alguna entre sus sueños y sus vigilias. Ha renunciado a nuestra
razón como el pordiosero a nuestros bienes. Los dos han encontrado la vía que
lleva fuera del sufrimiento y han resuelto todos nuestros problemas; y de este
modo permanecen como modelos que no podemos seguir, como salvadores sin
adeptos.
Mientras hurgamos en nuestros males,
los de los otros no nos requieren menos. En la época de las biografías, nadie
oculta sus llagas sin que intentemos destaparlas a la luz pública; si no lo
logramos, nos apartamos de ellos plenamente decepcionados. E incluso aquel que
acabó en la cruz, no cuenta aún ante nuestros ojos en modo alguno por haber
sufrido por nosotros, sino por haber
sufrido sin más y lanzado unos cuantos gritos tan profundos como gratuitos.
Pues lo que veneramos en nuestros dioses son nuestras derrotas en hermoso.
Abocados a formas degradadas de
sabiduría, enfermos
de duración (durée, T.),
en lucha con esa tara que nos repele tanto como nos seduce, en lucha con el
tiempo, estamos constituidos de elementos todos los cuales concurren en hacer
de nosotros rebeldes divididos entre una mística llamada que no tiene ningún
lazo con la historia y un sueño sanguinario que es su símbolo y su nimbo. Si
tuviéramos un mundo nuestro, ¡poco importaría que fuese el de la piedad o el de
la risotada! nunca lo tendremos, ya que nuestra posición en la existencia se
sitúa en el cruce de nuestras súplicas y de nuestros sarcasmos, zona de
impureza en la que se mezclan suspiros y provocaciones. Quien es demasiado
lúcido para adorar lo será igualmente para demoler, o no demolerá más que
sus... rebeliones; pues ¿de qué sirve rebelarse para encontrar de inmediato el
universo intacto? Monólogo irrisorio.
Se subleva uno contra la justicia y contra la injusticia, contra la paz y la
guerra, contra sus semejantes y contra los dioses. Después, se llega a pensar
que el último viejo chocho es quizá más sabio que Prometeo. Sin embargo, no se llega
a ahogar" en uno mismo un grito de insurrección, y se continúa tronando a
propósito de todo y de nada: automatismo lastimoso que explica por qué somos
todos Luciferes de estadística.
Contaminados por la superstición del
acto, creemos que nuestras ideas deben realizarse. ¿Qué hay más contrario a la consideración pasiva del
mundo? Pero tal es nuestro destino: ser incurables que protestan, panfletarios en un camastro.
Nuestros conocimientos, como nuestras experiencias,
deberían paralizarnos y hacernos indulgentes incluso para con la tiranía, desde
el momento en que representa una constante. Somos lo suficientemente
clarividentes como para sentirnos tentados de deponer las armas; el reflejo de
la rebelión triunfa empero sobre nuestras dudas; y aunque podríamos ser unos
perfectos estoicos, el anarquista vela en nosotros y se opone a nuestras
resignaciones.
«Jamás aceptaremos la
Historia»: tal me parece ser el adagio de
nuestra impotencia para ser verdaderos sabios o verdaderos locos. ¿Seremos
figurones de la sabiduría y de la locura? Hagamos lo que hagamos, respecto a
nuestros actos estamos obligados a una profunda insinceridad.
Evidentemente, un creyente se
identifica hasta un cierto punto con lo que hace y con lo que cree; no hay en
él una divergencia importante entre su lucidez, por una parte, y sus acciones y
pensamientos por otra. Tal divergencia se ensancha desmesuradamente en el falso
creyente, en quien manifiesta convicciones sin adherirse a ellas. El objeto de
su fe es un sucedáneo. Digámoslo sin ambages: mi rebelión es una fe que
suscribo sin creer en ella. Pero ‑no puedo dejar de suscribirla. Nunca se
meditará bastante la frase de Kirilov sobre
Stavroguin: «Cuando cree no cree que cree, y cuando no cree no cree que no cree».
Más aún que el estilo, el ritmo
mismo de nuestra vida está fundado sobre la honorabilidad
de la rebelión. Como nos repugna admitir la identidad universal, ponemos la
individuación, la heterogeneidad, como un fenómeno primordial. Pues bien,
rebelarse es postular esa heterogeneidad, es concebirla de algún modo como
anterior origen de los seres y de los objetos. Si opongo la Unidad, la única
verídica, a la multiplicidad, necesariamente engañosa, si, en otros términos,
asimilo lo otro a un fantasma, mi
rebelión se vacía de sentido, ya que, para existir, debe partir de la
irreductibilidad de los individuos, de su condición de mónadas, de esencias
circunscritas. Todo acto instituye y rehabilita la pluralidad, y, confiriendo a
la persona realidad y autonomía, reconoce implícitamente la degradación, el
despedazamiento de lo absoluto. Y es de éste, del acto, y del culto que le es
ajeno, de donde procede la tensión de nuestro espíritu, y esa necesidad de
estallar y de destruirnos en el corazón
de la duración (durée, T.). La filosofía moderna, instaurando la superstición
del yo,
ha hecho de ella el resorte de nuestros dramas y el pivote de nuestras
inquietudes. Añorar el reposo en la indistinción, el sueño neutro de la
existencia sin cualidades, no sirve de nada; nos hemos querido sujetos, y todo sujeto es ruptura con la quietud de la Unidad. Quien se ataree en
atenuar nuestra soledad o nuestros desgarramientos va contra nuestros intereses
y nuestra vocación. Medimos el valor del individuo por la suma de sus
desacuerdos con las cosas, por su incapacidad para ser indiferente, por su
negativa a tender hacia el objeto. Y de aquí la descalificación de la idea de
Bien, de aquí la voga del Diablo.
Mientras vivíamos rodeados de
terrores elegantes, nos acomodábamos muy bien a Dios. Cuando otros, más sórdidos,
porque más profundos, se apoderaron de nosotros, precisamos de otro sistema de
referencias, de otro patrón. El Diablo
era la figura pintiparada. Todo en él concuerda con la naturaleza de los
acontecimientos de los que es agente y principio regulador: sus atributos coinciden con los del tiempo. Implorémosle,
pues, ya que, lejos de ser un producto de nuestra subjetividad, una creación de
nuestra necesidad de blasfemia o soledad, es el maestro de nuestras
interrogaciones y de nuestros pánicos, el instigador de nuestros desvaríos. Sus
protestas, sus violencias, no carecen de equívocos: ese «gran Triste» es un
rebelde que duda. Si fuera simple, de una sola pieza, no nos atañería; pero sus
paradojas, sus contradicciones, son nuestras: acumula nuestras imposibilidades,
sirve de modelo a nuestras rebeliones contra nosotros mismos, al odio de
nosotros mismos. ¿La fórmula del infierno? Es en esa forma de rebelión y de
odio donde hay que buscarla, en el suplicio del orgullo derribado, en esa
sensación de ser una terrible cantidad
desdeñable, en los tormentos del «yo», de ese «yo» por el que comienza nuestro
fin...
De todas las ficciones, la de la
Edad de Oro es la que más nos pasma: ¿cómo ha podido rozar las imaginaciones? Y
es para denunciarla y por hostilidad contra ella por lo que la historia, agresión del hombre contra sí mismo, ha
cobrado empuje y forma; de tal suerte que entregarse a la historia es aprender
a sublevarse, a imitar al Diablo. Nunca lo imitamos tan bien como cuando, a
expensas de nuestro ser, emitimos tiempo, lo proyectamos fuera y lo dejamos
convertirse en sucesos. «A partir de ahora, ya no habrá tiempo»: ese metafísico
improvisado que es el Angel del Apocalipsis anuncia de este modo el fin del
Diablo, el fin de la Historia. De este modo, los místicos tienen razón de
buscar a Dios en sí mismos o en otra parte, salvo en este mundo del que hacen
tabla rasa, sin por ello rebajarse a la rebelión. Saltan fuera del siglo:
locura de la que nosotros, cautivos de la dudación, somos raramente capaces. ¡Si
al menos fuésemos tan dignos del Diablo como ellos lo son de Dios!
Para persuadirse de que la rebelión
goza de una honorabilidad indebida basta reflexionar sobre la manera en que se
califica a los espíritus ineptos para ella. Se les llama blandengues. Es casi
cierto que estamos cerrados a toda forma de sabiduría porque no vemos en ella
mas que una blandenguería transfigurada. Por injusta que sea una reacción
semejante, no puedo impedir sentirla para con el mismo taoísmo. Aun sabiendo que recomienda el alejamiento y el abandono
en nombre del absoluto y no de la cobardía, lo rechazo en el momento mismo en
que creo haberlo adoptado; y si doy mil veces razón a Lao-tsé, sin embargo,
comprendo mejor a un asesino. Entre la serenidad y la sangre, lo natural es inclinarse hacia la sangre.
El asesinato
supone y corona la rebelión: quien ignora el deseo de matar, por mucho que
profese opiniones subversivas, siempre será un conformista.
Sabiduría y rebelión: dos venenos. Incapaces de asimilarlos ingenuamente, no encontramos en
ninguno de los dos una fórmula de salvación. Sigue siendo cierto que en la
aventura luciferina hemos adquirido una maestría que nunca poseemos en la
sabiduría. Para nosotros, la misma percepción
es sublevación, comienzo de trance o de apoplejía. Pérdida de energía,
voluntad de gastar nuestras disponibilidades. Rebelarse con cualquier motivo
comporta una irreverencia contra uno mismo, contra nuestras fuerzas. ¿De dónde
sacaríamos para la contemplación ese derroche estático, esa concentración en la inmovilidad? Dejar las cosas tal
como están, mirarlas sin querer morderlas, percibir su esencia, nada más hostil
a la dirección de nuestro pensamiento; aspiramos, por el contrario, a
zarandearlas, a torturarlas, a prestarles nuestros furores. Así debe ser: idólatras
del gesto, del juego y del delirio, gustamos de los que arriesgan el todo por
el todo, tanto en poesía como en filosofía. El Tao‑te‑kin va más lejos que Une
saison en enfer o Ecce Homo. Pero Lao‑tsé
no nos propone ningún vértigo, en tanto que Rimbaud y Nietzsche,
acróbatas que se contorsionan en el punto extremo de sí mismos, nos invitan a
sus peligros. Sólo nos seducen los espíritus que se han destruido por haber
querido dar un sentido a sus vidas.
No hay salida para quien juntamente
rebasa el tiempo
y se hunde en él, para quien accede sobresaltadamente a su última
soledad y se ahínca, sin embargo, en la apariencia. Indeciso, tironeado, se
arrastrará como un enfermo de la duración, expuesto juntamente a
la atracción del futuro y de lo intemporal. Si creyendo al Maestro Eckhart, el tiempo tiene un «olor», con mayor razón aún
debe tener uno la historia. ¿Cómo permanecer in‑sensible a él? En un plano más
inmediato, distingo la ilusión, la nulidad, la podredumbre de la «civilización »; empero, me siento
solidario de esa podredumbre: soy el
fanático de una carroña. Guardo rencor a nuestro siglo por habernos
subyugado hasta el punto de acosarmos incluso en el momento en que nos
separamos de él. Nada viable puede salir de una meditacíón de circunstancias, de
una reflexión sobre el acontecimiento. En otras edades más felices, los
espíritus podían desvariar libremente, como si no perteneciesen a ninguna
época, emancipados como estaban del terror de la cronología, abismados en un
momento del mundo el cual, para ellos, se confundía con el mundo mismo. Sin
inquietarse por la relatividad de su obra, se consagraban a ella enteramente.
Estupidez genial irremisiblemente pasada, exaltación fecunda, en nada
comprometida por la conciencia descoyuntada. Adivinar todavía lo intemporal y saber, sin
embargo, que nosotros somos tiempo,
que producimos tiempo, concebir la idea de eternidad y mimar nuestra nada;
irrisión de la que emergen no sólo nuestras rebeliones, sino también las dudas
que tenemos a su respecto.
Buscar el sufrimiento para evitar el
rescate, seguir en dirección contraria el camino de la liberación, tal es
nuestra aportación en materia de religión: iluminados biliosos, Budas y Cristos
hostiles a la salvación, predicando a los miserables el encanto de su desdicha.
Raza superficial, si se quiere. No por ello es menos indudable que nuestro
primer antepasado nos ha dejado, por toda herencia, el horror al paraíso. Dando
un nombre a las cosas, preparaba su decadencia y la nuestra. Si quisiéramos
remediarla, nos haría falta comenzar por desbautizar el universo, por quitar la etiqueta
que, superpuesta sobre cada apariencia, la realza y le presta un simulacro de
sentido. Mientras, hasta nuestras células nerviosas, todo en nosotros aborrece
el paraíso. Sufrir:
única modalidad de adquirir la sensación de existir; existir: única forma de
salvaguardar nuestra perdición. Así será en tanto que una cura de eternidad no
nos haya desintoxicado del futuro, en tanto que no nos hayamos acercado a ese
estado en el que, según un budista chino, «el instante vale diez mil años».
Puesto que el absoluto corresponde a un
sentido que no hemos sabido cultivar, entreguémonos a todas las rebeliones:
acabarán indudablemente por volverse contra sí mismas, contra nosotros
mismos... Ouizá entonces reconquistaremos nuestra supremacía sobre el tiempo;
a menos que, muy por el contrario, queriendo escapar a la calamidad de la conciencia, no
nos reunamos con las bestias, las plantas y los objetos, con esa estupidez
primordial de la que, por culpa de la historia, hemos perdido hasta el
recuerdo.
Texto extraído de
"La tentación de existir", Emile Cioran, Págs. 9/21, editorial
Taurus, Madrid, España, 1979.
Edición original: ed.
Gallimard, París, 1972.
Selección y destacados:
S.R.
Con-versiones abril 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario