ENTRE BORGES Y HEIDEGGER: NAGARJUNA
(Ni pensar como borradura de diferencias ni como su recuerdo)
Por Freddy Quezada
Nada hay más ceremonioso ni sagrado entre los occidentales que el pensamiento, sea bajo la forma filosófica, científica, experticia y pericial. La prueba es que cambie lo que cambie el pensamiento, permanecen en pie tres cosas básicas, a las cuales les agregaremos su opuesto oculto, pero en cohabitación con él. Obsérvese que decimos cohabitación de opuesto donde, en un paradigma platónico, diríamos Falso.
Desde la cabeza, el pensamiento, domina todo el cuerpo.
Cohabitación de su opuesto. Cada célula es hologramática y toda la información de un cuerpo ya está reunida en ella, como en la sangre, donde cada gota contiene todo el torrente y por eso es posible conocer el estado de él con una pequeña muestra. Es lo que explica, asimismo, que se pueda clonar entero a un ser vivo a partir de su unidad más simple. Pensamos también con las manos y con cada una de las partes de lo demás.
El pensamiento está antes de toda acción
Cohabitación de su opuesto. El pensamiento ya es acción vieja, acumulada como archivo separador de lo observado. La mente es una construcción que forma engramas que reaccionan desde el pasado como unidades praxeológicas cerradas, creando al observador. Es el mismo principio que hoy gobierna a los algoritmos, al hacernos elegir desde archivos sobre nuestras anteriores decisiones, lo que creemos como una nueva decisión nuestra.
El pensamiento se cree superior a todas las cosas
Cohabitación de su opuesto. No está separado de lo observado y por lo tanto no puede, como parte, estar por encima del todo. No puede verse a sí mismo porque sino se desdobla de nuevo en observador y observado y, como unidad, sólo puede serlo sin opuesto o, fundido con él, permanecer en silencio.
El pensamiento ha viajado en los últimos siglos en occidente entre dos extremos que, como un péndulo cuando disminuye su velocidad, tiende a oscilar suavemente alrededor de un centro al que jamás se ancla, sino que genera pequeñas vibraciones próximas a él, como cuando un niño va disminuyendo su llanto hasta dormirse.
Unido al pensamiento como un concepto maestro, van siempre de modo sucesivo, la memoria y el olvido. La memoria es lo que permite pensar desde los orígenes, como creía Platón con la anamnesis, que funda la cultura, y el último Heidegger con la andenken, que funda el pensamiento. Pero ese arco sufrió en su despegue una doble operación con Platón mismo. A la vez que reconocía el papel de la rememoración en la episteme, borraba las diferencias que ocasiona el movimiento de lo real en sus conceptos perfectos y metafísicos. Hegel perseguirá el reconocimiento del esclavo como parte de su paradigma de la contradicción y establecerá esa identidad sólo como un momento del propio amo que lo ignora y que lo sabrá sólo al final, en la reconciliación del espíritu consigo mismo.
Jorge Luis Borges, el fabulador más filósofo en lengua castellana que tenemos, solía sintetizar con esa pasmosa violencia simple con que sintetizaba las cosas, como una bofetada Zen, diciendo que pensar era borrar diferencias.
Y, en efecto, pensar hasta hace poco era disponer de categorías maestras, como ser, saber y poder. Separadas sirvieron a las ciencias, las leyes y la ética. El arte las volvía a juntar a todas, casi siempre a pesar de la voluntad de los creadores.
Eran una especie de pedacitos de cielo, sin tiempo ni espacio, a discreción de intelectuales que invertían, hacían circular y consumían entre ellos, colaborando u oponiéndose, para arrastrar tras de sí a la doxa, a través de consejos suyos a gobernantes sobre cómo persuadirla. La fuente primaria de poder de estos saberes, y los intelectuales que la manejaban, eran los libros sagrados que ellos mismos se permitían escribir, interpretar y exigir obedecerlos, a través suyo. La secularización y la alfabetización obligatoria redoblaría la sacralización de estos intérpretes autorizados por ellos mismos, colegas seguidores y rivales.
Siglos de dominio de un imperialismo de categorías universales que borraron diferencias por mantener obediencias y contradicciones, hizo del pensamiento un amo de cuerpos, pieles, territorios y programas y de universidades y lenguas elegidas, sus casas de habitación. Se le conoció a ese largo período como la tiranía de los universales.
Fue Heidegger el que empezó a agrietar los muros con varias cosas a la vez. Situó la reflexión in media res, el presente como tiempo privilegiado, con el Dasein abierto a todas las posibilidades en busca de su autenticidad propia, herencia de la fenomenología de su maestro Husserl, y convirtiendo todas esas posibilidades en una hermenéutica del ser que será heredada por Gadamer, conjugada con la escuela de Constanza, las lecturas del Kant de la Crítica del juicio y, más adelante, el escepticismo postmoderno en las promesas de liberación de los metarrelatos, para coronar los regímenes de las diferencias que hoy gozamos o padecemos ex aequo. La diferencia será el nuevo fundamento de todo.
En el giro hacia atrás, renunciando al presente, el Heidegger tardío llegará a decir que "pensar es recordar", con el andenken, la rememoración epistémica. Bastará unir los dos períodos para revelar que, al revés de la síntesis magistral de Borges, Heidegger llegará a decir que pensar es recordar diferencias.
De la aspiración totalitaria a la fragmentación por las diferencias, el espejo de los saberes occidentales ha estallado en mil pedazos, sin todavía reconocer que cada astilla sigue conteniendo al todo, como en los fractales de Mandelbrot y lo que nos explicaría porqué se siguen reproduciendo los vicios del paradigma totalitario dentro de los regímenes de diferencias de hoy.
Acaso, pensar no sea ni olvidar diferencias, ni recordarlas, ni ambas, ni ninguna.
Podemos llegar a decir, si así fuera, que entre Borges y Heidegger, como en las polvaredas de Cantor, el matemático que demostró que el infinito ya se encuentra entre un número natural y otro, siempre estuvo Nagarjuna.
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