lunes, 16 de noviembre de 2009

BACAFE: el último de los intelectuales

BACAFE: EL ULTIMO DE LOS INTELECTUALES

Por Freddy Quezada

Mario Vargas Llosa, caracterizó una vez a Henry Miller como un cuarentón medio muerto de hambre, como si él no lo hubiese sido, también, alguna vez. Octavio Paz, nunca ha podido explicar su incomprensible odio frente a Sartre, como si él no fuera otra versión suya latinoamericana. García Márquez, por su parte, jamás nos convencerá de su admiración rabiosa, en verdad hacia sí mismo, por Fidel Castro, ese dictador ilustrado.

Tales características de nuestros más grandes artistas latinoamericanos me brindaron la oportunidad de interrogarme sobre el papel de los intelectuales entre nosotros, humildes mortales y testigos cobardes del encadenamiento de Prometeo. ¿Por qué tanto desprecio (como el de Vargas Llosa), tanta envidia (como el de Octavio Paz) y tanta vanidad (como el de García Márquez)? ¿No les basta con el reconocimiento que les tributamos? ¿En qué parte de su grandeza se sienten amenazados? Me resisto a creer que asistimos al ocaso de los intelectuales.

Poco se sabe que los intelectuales de la Escuela de Frankfurt, refugiados en los EEUU, siempre se resintieron que la sociedad norteamericana no les rindiera los honores debidos y merecidos. Fueron víctimas, sin saberlo, del pragmatismo norteamericano que iguala e indiferencia todos las creencias de los actores en aras de los acuerdos prácticos e inmediatos. Sufrieron el rebajamiento que los hizo saberse iguales a cualquier otro oficio y profesión, a cualquier otra habilidad y pericia. Jamás le perdonaron a los norteamericanos esa humillación a su condición “sagrada” de intelectuales universales. El pragmatismo gringo es responsable, en buena parte, de la frivolización de los metarrelatos de los que los intelectuales universales fueron sus más autorizados ingenieros.

Pasaba también que este tipo de intelectual empezada a ser sustituido por los intelectuales especializados, los que hoy podríamos llamar “científicos de rama” y “técnicos”. El heredero universal, como lo supo ver Foucault, del sabio griego (que todo lo explica), del jurisconsulto romano (que todo lo juzga), del profeta judío (que todo lo anuncia) y del racionalista cartesiano (que todo lo analiza), empezaba a declinar. Para el latinoamericano, todavía tendríamos que sumarle al autoritarismo árabe, contrarreformista e indígena de nuestro mestizaje con los españoles.

Los anarquistas fueron los precursores en imaginar la decadencia que hoy viven los intelectuales universales. Decían, en su época y a su manera, que los intelectuales no podían representar a nadie. Que era un abuso que hablaran en nombre de los “otros” sub specie aeternitatis. De alguna manera, sus posiciones iban contra ellos mismos que, también, eran intelectuales. Estuvieron dispuestos a pagar la muerte de su propio oficio desenmascarando las miserias del mismo. Supieron estar a la altura de una tragedia elegida. Presentaron como vicio lo que, desde Bacon, siempre ha sido considerado como virtud: “saber es poder”. Fueron, pues, “intelectuales contra el intelecto”, como decidió llamarlos Kolakowski.

Ahora el mundo está en manos de empresarios y abogados. Es el reino del derecho y del mercado. Hoy nadie sigue a los intelectuales porque sólo se representan a sí mismos y escriben para y entre ellos. Una buena parte, de hecho, ha pasado a militar en las filas de la diferencia, desde donde es imposible redimirnos a todos, porque ya no somos iguales.

No hay lugar para los grandes sistemas reflexivos que parten siempre de una naturaleza universal. Los intelectuales están solos. Y no nos equivoquemos, el conocimiento (datos + información) al que se refiere Toffler, en alta estima en nuestros tiempos, es de la técnica y no de la sabiduría.

Así, pues, mientras una buena parte de los intelectuales de hoy se encuentra litigando en las salas judiciales o asesorando a las compañías, la otra se preocupa por la calidad total de sus productos ante sus competidores. Y los que no encuentran lugar en uno u otro sitio, están en la desesperanza más absoluta, aguardando la aparición, quizás entre ellos mismos, del último de los intelectuales: acaso un híbrido entre Bakunin, Camus y Feyerabend, que bien podríamos llamarle, juntando las dos primeras letras de cada nombre, Bacafe: el anarquista político, el artista rebelde y el epistemólogo irreverente; destruir, crear y reir.

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