lunes, 16 de noviembre de 2009

El Poder del poder *

EL PODER DEL PODER

Por Freddy Quezada

John Taylor, un amigo afrocaribeño, parecido a una jirafa de chocolate como la que solía figurar en aquella vieja publicidad de colgajos giratorios de Vitaminas Chock, que se encontraba uno en las farmacias limpias y asépticas de la antigua Managua, me dijo una vez que el verdadero poder del FSLN residía en el asiento vacío que los nueve comandantes le reservaban siempre a Carlos Fonseca cuando hablaban en las concentraciones de masas. Me reveló que ninguno de los nueve “vivos” tenía el poder de la ausencia que ellos mismos fabricaban de su Comandante en Jefe. Era una máscara que ignoraban que la construían y que sería usada en contra de ellos en su desgracia. Era el poder del vacío. Algo que comparten desde tiempos inmemoriales religiones, ideologías, medios de comunicación y discursividades de todo tipo.

El poder tiene esa magia fugitiva y gaseosa que, como aquella mujer “Del Amor y Otros Demonios” de García Márquez, era deseada en su juventud por los esclavos de su plantación, eligiendo después a los mejores de ellos para traicionar al marido y que, al madurar, les irá pagando para que la sodomizen hasta que, ya vieja, todos los negros terminan por huir de su cacería implacable. Perseguida primero, será perseguidora después en un círculo infinito. Así también se comporta el poder.

Nada hay más delicioso que definir y nada hay más incómodo que ser definido. Una buena definición del otro o la otra, prepara al definidor para destruirlo o para edificarlo. Una definición casi siempre se prepara para controlar primero, en nombre de estudiar a su objeto, y eliminarlo después por la mirada opaca del poder. La historia no es más que la dramatización de los vencedores que imaginan sus hazañas mise a scéne, o el lamento oculto de los vencidos (que nadie conoce) que lo instrumentalizarán los rivales de los primeros.

Así, desde Europa, empezaron esas historias semíticas de judíos (esos “árabes a pie”) que prepararon su destrucción por medio de los nazis o de árabes (esos “judíos a caballo”) que les quieren aplicar la misma medicina por medio del gobierno de EEUU o de los anarquistas y nihilistas rusos (antes de ser “comunistas” que en buena parte eran los propios europeos), de las mujeres, de los discapacitados, de los gays, afroamericanos, hispanos o, como hoy, los colombianos que son considerados por regla como narcotraficantes en cualquier aeropuerto, de los “nicas” en Costa Rica y qué decir de los árabes en los aviones, que nos obligan a rezar en silencio y a apretar las piernitas para no orinarnos del miedo cuando vamos junto a ellos en los vuelos.

Hay una imagen que se dispara en nuestra cabeza cuando vemos algo o alguien a quien de verdad no conocemos pero tenemos referencias de imaginarios e identidades construidas por los medios, la educación, la cultura y la familia, que llevamos como un gatillo, listo a dispararse apenas se mueve. Es el pasado el que habla con el lenguaje de la eternidad, es decir, el de los conceptos. El tiempo evadiéndose a sí mismo. Desde el pasado hasta la teoría. Ese movimiento que se hace desde la opacidad del presente, es el que hace funcionar el poder. El poder es ambigüedad, vacío, opacidad, multiplicidad, fugitividad, agua.

El mundo animal está regido por la ley de comer y ser comido, el de los humanos está regido por el principio de definir y ser definido. Lo que se establece entre todas estas especies son relaciones crudas de poder. De tal manera que lo importante en estas relaciones son las estrategias que se construyen los protagonistas del drama para dominar o ser dominados o producir el “efecto de dominar” mientras de verdad lo buscamos y “hacernos los dominados”, mientras de verdad cambiamos de amo. Diógenes Laercio una vez ofreció venderse como amo ante los compradores de esclavos.

La facultad de definir es, quizás, el verdadero poder en strictu sensu. Los demás (el político, el económico, el ideológico y el militar) se le derivan. Definir, dota de sentido e identidad a los actores bajo examen que se subordinarán en las coordenadas del vencedor de turno. Y romper ese capullo vivo de que son objeto los definidos, diferente del estigma y del estereotipo, significa abrazar la opacidad desde la que se mueve el poder.

No definir ni ser definido es la situación clave para ver las cosas como son. Quizá a eso se refiera esa nueva raza de luchadores que está surgiendo con el grito ¡oh paradoja! de llamar a callarse a los subalternos ante las preguntas de los científicos, los políticos, los medios de comunicación y los dirigentes civiles en general. Nadie puede, debe ni quiera saber lo que piensan, sienten y sufren los subalternos. El silencio los volverá locos y será la nueva arma de estos tiempos.

Los críticos de Nietzsche y Foucault tienen razón cuando dicen que el defecto de los paradigmas de ambos es que nunca definieron el concepto de poder que usan para todas sus reflexiones. El poder es un concepto fundamental en ellos, como “efecto de verdad” en este y “voluntad creadora” en aquel.

Y, en realidad, como me confesó en secreto mi amigo John, estirando su cuello como si quisiera alcanzar en la cima las hojas más tiernas del conocimiento para mascarlas con paciencia: “el poder del poder es jamás ser definido”.

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