lunes, 16 de noviembre de 2009

El Poder del Número

EL PODER DEL NÚMERO

Por Freddy Quezada

El poder del número se respeta más y más, cuanto menos se comprende, dijo una vez Voltaire, con la sinceridad ingenua de su época, que le llevó a creer en un Dios matemático y en todo lo natural y social, gobernado por leyes. El cálculo, como la escritura, proviene del misterio que le asignaron sus primeros tenedores (los sacerdotes) y sus sucesores después (intelectuales y científicos). Todavía el idioma francés le guarda esa continuidad con la expresión “clerc” que ocupa para ambos.

El poder del número, para decirlo desde la entrada y que nadie se enrede, literalmente baila entre la dictadura de la mayoría (como la entendía Tocqueville) cuando confunde su peso con la verdad y los vanguardismos irredentos de todo tipo que hablan abusivamente por los demás sin que nadie les haya otorgado el derecho ni el permiso.

La propia gente que constituye el poder del número no se sabe como tal. Lo es nada más. Uno sabe que pertenece a algo más grande, porque los otros se encargan de hacérnoslos creer, como nosotros, a su vez, a ellos. Cuando un observador que se cree fuera del poder del número, huele su energía, y generalmente se convierte en su amante, lo traslada y traduce al lenguaje, a los discursos y empieza a hacer cosas con palabras, como lo concibió J.L Austin. Otros prefieren decir que empieza la ideología. Y, lo sabemos, todos la hacemos, pero unos cobran por ella y, otros, la hacemos gratis. Dentro de estos últimos, estamos casi todos, conscientes que la traicionamos todos los días porque es imposible ser coherentes, pero aquellos, los menos, que se creen su propia narrativa, son los más peligrosos.

“Opinión pública”, “audiencias”, “masas”. “mayoría silenciosa”, “los pobres”, “la Humanidad”, “nosotras”, etc, son conceptos numéricos. Detrás de ellos hacemos avanzar enmascarados, los discursos que deseamos imponer por demostración, seducción, autoridad, impresión o simplemente fuerza. Cuando introducimos la diferencia, siempre la fragmentamos a nuestro favor. Y decimos: “la mayor parte” de la opinión pública; “casi todas” las audiencias; “gran parte” de la Humanidad; “más de dos tercios” de los pobres; “la mayoría” de nosotras; etc. Pero en verdad es el derecho de las minorías contra los grandes conceptos. Aún estos, desintegrables en unidades más pequeñas, por ejemplo, audiencias en “segmentos”, masas en “clases sociales”, humanidad en “culturas”, pobreza en “extrema y media”, etc. Aún usables a conveniencia.

¿Qué se esconde detrás de esto? ¿Por qué no hablar en nombre propio? Si es que tenemos algo propio, como un nombre que, por lo demás, aparece repetido en la seguridad social, en las guías telefónicas y en los motores de búsqueda de Internet, cuando no lo cargamos como reposición de los muertos de nuestra familia.

¿Es la seguridad de los cobardes buscar el apoyo “fantasmático”, como decía Derrida, de los muchos? Pierre Bordieu me sorprendió hace poco cuando dijo que el intelectual no debe andar “dando lecciones, como hacían ciertos intelectuales orgánicos que, no siendo capaces de imponer su mercadería en el mercado científico, donde la competencia es dura, iban a hacer de intelectuales ante los no intelectuales, diciendo que el intelectual no existe”.

¿Es la melancolía del suicida que lo lleva a provocar a los poderosos en nombre propio para, como el Prometeo que tanto odia, desencadene la furia de las águilas sobre un hígado en regeneración perpetua?

El poder del número, como un imaginario del lenguaje, sólo se ha podido descubrir por las crisis de los fundamentos disciplinarios en la psicología (con el Yo), en la sociología (con la sociedad), en la antropología (con la cultura), en la filosofía (con el Ser), en la física (con las partículas subatómicas), en la matemáticas (con los axiomas), en la historia (con el tiempo), en la geografía (con el espacio), etc. Es el fruto de unas ruinas y un desfondamiento general que pasa a reinar, ahora, en el lenguaje, potenciado por los medios de comunicación y fijados con la complicidad colectiva a pesar de la conciencia de los derechos de la diferencia que, paradójicamente, se les opone y complementa. El poder del número, como la Diosa Cali, tiene tantos brazos con los medios de comunicación que puede tocarse uno con cualquier otro o golpearse uno de ellos con los demás. Todo es una ilusión. No hay izquierdas ni derechas. Lo que hay son grupos sociales con objetivos de poder. El que apuesten por la igualdad unos, y por la libertad otros, es absolutamente secundario; son estrategias discursivas, cuyo punto de partida es la acción (base de la reflexión crítica moderna) y también su punto de llegada (con las recomendaciones como alternativas). Círculo vicioso que comienza como termina.

Los conceptos numéricos tienen su magia, sin duda. De todas las magnitudes, sólo tres son las que importan. Cada una identificable con toda una cosmovisión. Para los que consideran que el UNO es lo fundamental, siguen a Parménides y Plotino. Para los que consideran el dualismo (DOS) hablan de Platón y el punto medio (TRES) para los que buscan romper el dualismo, regresan a Aristóteles. Los demás números y magnitudes, sólo sirven para el comercio y la contabilidad de los crímenes. Sólo importan uno, pocos, muchos. Un dualismo que al oponerse en extremo lo salva, sólo para reproducirlo otra vez, un término medio.

Números o conceptos claves que, creo, son las únicas magnitudes que abren y cierran el mundo en sus secretos de poder. Monarquía, aristocracia y democracia, en su versión virtuosa con leyes, lo sabemos desde los griegos, son los paradigmas deseables. Aristóteles señalaba como el régimen ideal, el que combina la educación de los aristócratas con el número de la democracia. ¿Por qué el número? ¿Cuál es el misterio, ¿cuál la fascinación? ¿cuál ¡atención! el poder? Sin leyes, son tiranía, oligarquía y demagogia. Los mismos números convertidos en positivos y negativos, según el uso de los locutores y según se sufran o se gocen, no representan a nadie, esa “cosa” que cambia todos los días y que ni siquiera se las puede ver consigo misma.

Ahora que el Banco Mundial (BM), en su último informe, nos sugiere el modelo chino comunista para desarrollarnos y sabiendo que la nueva izquierda dice lo mismo, vemos que el lenguaje en su abuso de las magnitudes no nos sirve ya para diferenciarnos, si es que alguna vez fuimos distintos al adversario. Los dos discursos (el neoliberal y el alternativo) al ser lo mismo, ocultan y rebajan al que los critica: al escepticismo en la promesa y el sueño que comparten los enemigos. “Nuestro sueño compartido: un mundo libre de pobreza”, nos dice con cinismo James Wolfensohn, como el viejo amigo mentiroso que tenemos 20 años de no ver y en plena carretera nos dice con aplomo desde la ventanilla de su auto, “mañana llego”.

Mientras los otros, apuran los atributos de una sociedad civil que la hacen hablar a solicitud y conveniencia de sus estados de ánimos, intereses y pasiones. El mismo discurso en ambos lados, como el yin y el yan. Es el uno, sin dualismos aparentes. El dualismo se traslada al lenguaje contra la práctica. Todos obran y hablan en nombre de un gran concepto. Pero creen diferenciarse en la misma práctica de la que derivan su discurso. En esencia el ser humano es cobarde, le aterra estar solo y huérfano como, en efecto, lo está.

El verdadero poder del número son las estadísticas nacionales (INEC, padrones, registros, banco de datos) e internacionales (BM, FMI, OMC, OIT, Agencias de espionaje, oficinas de inteligencias y contrainteligencias, etc) en manos de los que deciden. En este cardumen, sabios y espías, investigadores y torturadores, científicos y policías, intelectuales y verdugos, especialistas y militares, se dan la mano, en contra de analfabetos pragmáticos; ignorantes listos; gente de buena voluntad, pero con prisa y sin tiempo; jóvenes hiperactivos, pero simples de espíritu; amas de casa inteligentes y firmes, pero sin opiniones propias; etc.

El consumo “salva” de la masa y del anonimato. El consumo le habla al individuo, es el instrumento favorito del poder del número, como antes la producción le hablaba a la masa. La utopía es esta: una fábrica (y todas al mismo tiempo) para servir a un solo individuo (que seremos todos) ¿No es una soberana ironía coincidir de este modo con la utopía socialista?

La memoria moderna es cada vez más ligera porque con la misma rapidez que se llena, ahora se puede descargar en grandes cantidades y en pequeñísimos espacios. Esta ligereza la hace acercarse mucho a la novedad que no reconoce cada vez que se deshace de ella en archivos, bibliotecas, videotecas, museos, libros, monumentos, lecciones, historia, cds, dvds, que distribuye fuera de sí, repitiendo, en consecuencia, todo cada vez más rápido, hasta que se entere que lo nuevo y lo antiguo es lo mismo. Estamos más libres de la memoria, es cierto, porque la encerramos fuera, pero no sabemos qué hacer con esa libertad y por eso regresamos a hacer lo mismo. De nuevo: somos cobardes porque despreciamos la única oportunidad que tenemos de disolvernos en la “novedad” sin regresar a las “diferencias”, que nos imponen los lenguajes.

Los medios de comunicación usan el número, que les sirve para vendernos a nosotros como consumidores, como anteayer la iglesia lo hizo con los “fieles” y, ayer, los partidos con las “masas”. Esto es lo que les comunica ese vicio de hablar por los demás (como intérpretes y jueces de Dios, la Historia y la Opinión Pública) y que sigue siendo usado por los poderes para dominar en el imaginario de una multitud que ellos mismos construyen a su medida.

¿Si cualquier número es divisible, qué me hace a mí usarlo en su peso para convencer o chantajear a los demás o a fraccionarlo y subdividirlo para debilitarlo en contra mía? Se sabe, desde los tiempos del Organon de Aristóteles, que es parte de los discursos y pertenecen a estrategias y reglas de la polémica, del cual las mayorías dejan usurpar su número, que otros traducen en conceptos.

Las minorías cuentan con la verdad en la medida que pierde el poder estadístico del número. Pero es la misma verdad con que ya contaba la mayoría en su inicio. ¿Por qué, entonces, la diferencia? Así, las vanguardias políticas frente a las encuestas, que no las sitúan en primer lugar, hablan de otro “pueblo”, o de otras “masas” o de “otra gente” que son las que ellos han construido a su medida. La verdad se convierte en una esencia que sólo las minorías conocen. Y, al revés, nunca reconocen al pueblo real que tienen enfrente.

El número tiene que ver con la verdad y el poder. Hablar en nombre de muchos, en nuestra cultura, significa salvar a los que ni siquiera se enteran que deben ser salvados. Cuando es una vanguardia la que dice poseer la verdad, el número es un enemigo y sólo se inclina a favor de los ilustrados si se les sigue. Cuando el número por su propio peso resulta una verdad sin dirección, se vuelve una avalancha que nos traga a todos hasta que se detiene por ella misma.

Todo esto tiene que ver con la relación, vieja desde Platón, entre verdad, ciencia y poder. Una ciencia no puede estar sujeta al poder decisorio del número (nadie puede llamar a votar si la fórmula E = mc2 , es falsa o verdadera) pero también el sentido de esa ciencia, por encima de ella misma, metafísica, de servicio a la Humanidad como ella misma se presenta, sí se puede y debe sujetarse a la voluntad del número. Cuando dos de estas tres cosas se yuxtaponen de otro modo (por ejemplo que sólo los sabios conocen el destino de los demás), nacen las vanguardias, las profecías, las promesas, los salvadores y los pronósticos deterministas. La verdad se transforma en un poder. Cuando es el número el decisorio de la verdad, se transforma en un despotismo, como lo vio una vez Tocqueville, para el caso de las democracias sin disensos.

La verdad no se puede conocer o revelar, porque no se puede ver a sí misma. El místico y el escéptico, sólo la intuyen. Parece ser “eso” que no vemos y sabemos que está siempre detrás de lo que nos habla. Está “allí”, junto a nosotros, pero cada vez que la queremos descubrir se nos esconde, porque el acto de escisión que empleamos para hacerlo, es falso. Los pocos o muchos que participan en ese desdoblamiento constitutivo de los imaginarios son, en verdad, uno. Y uno no puede verse a sí mismo, porque no lo necesita. No tiene y no busca “conciencia”.

Stalin decía que la muerte de una persona es una tragedia, pero la muerte de un millón de personas sólo es una estadística. Tenía razón esta bestia. San Agustín, decía algo parecido, al afirmar que al conocerse a un hombre profundamente, se les conoce a todos y salvando a uno, se salva a la Humanidad entera, como termina diciendo Schindler de su lista. Hay que agregarle a toda esta lógica, que estos conceptos se usarán después para atemorizar o convencer de algo a alguien.

La cultura popular y de masas son el poder del número de la primera y el poder del número + los medios de comunicación, de la segunda. La cultura de élite es la que pierde por ambos lados (pierde su “aura” como descubrió Walter Benjamin).

La relación entre lo “nuevo” y lo “diferente” es la forma en que el poder del número se impone. Lo “nuevo”, que creemos como tal, no es más que una variedad de lo que conocemos. Lo verdaderamente nuevo no lo podemos ver. Está entre nosotros, sin acumulación, todos los días. Es la cotidianidad sin marcos. Los medios de comunicación, por ejemplo, lo que hacen es recortarla como suceso (colectivo, comunal, personal) y como no le pueden dar seguimiento toda la vida (las prostitutas de un pleito se reconcilian; las vecinas que se ofendieron mutuamente se abrazan en Navidad; el delincuente menor, liberado, regresa a jugar con los chicos de la cuadra; los dolientes de una víctima olvidan con el tiempo; etc), los distingue, los narra en los tiempos de su formato. Cada “nueva” institución que nace, no importa cuan desarrollada sea, empleará siempre el poder del número para hablar por los demás. Porque ninguna institución puede sostenerse por sí misma. Aún el individuo solitario rechazará todas las representaciones creyendo, sin decirlo, que habla por los demás o que cuenta con la simpatía del resto de unas personas que imagina a conveniencia. Si es escritor, o se cree héroe, trabajará, sin saberlo, o deseándolo secretamente, para la inmortalidad que, como los museos para lo novedad, es la estructura de todo, es decir, la memoria.

Todo se parece al “orden implicado” dentro de un punto, como lo concibió el físico teórico David Bohm. Un papel muy bien arrugado que de lejos parece un punto, tan pronto se despliega, consigue otras formas; tiene dentro todo el universo, pero “parece” algo único, sencillo y sólido. En esto se parece a un imaginario, como los puntos de la televisión, que nada tiene que ver con lo que somos, pero sin embargo nos condiciona. Si se despliega el orden implicado, como en la Internet, vemos que dentro hay “links” que nos llevan a otros hasta dar con uno que nos devuelve siempre al primero. La circularidad del lenguaje es su propio soporte, como se puede ver en cualquier diccionario. Por encima, debajo, detrás y dentro de él, no hay nada. Somos unidades de información (en eso nos convierten los censos y encuestas) que, en grandes cantidades, constituimos números que en los discursos son poderes a favor o en contra de otros poderes que de igual forma los usan.

Quiero hablar de un hecho curioso que tiene perplejos y asombrados a los científicos de hoy y que algunos autores le llaman ya el último paradigma. La ley de los grandes números está siendo empleada desde hace 35 años para, a través de números aleatorios, observar por parte de científicos de todas las disciplinas, el comportamiento en 65 países. Para tres fenómenos, la muerte de la Princesa Diana (Uno), los ataques terroristas del 11 de Septiembre (Pocos) y los tsunamis del sudeste asiático (muchos), los números se volvieron locos inmediatamente antes que sucedieran los fenómenos, tanto como después, esto último ya más explicable. ¿Cómo se explica esta relación entre la conciencia de una cosa y ella misma? Más exactamente, entre el presentimiento de ellas y su ejecución ¿Entre el advenimiento y el hecho? ¿Sin buscar nada, cómo anticipan las cosas sin saberlo? ¿Misterio, premonición, orden implicado?

El occidental come cuando tiene hambre o, al hacerlo, ya está pensando en el próximo paso; cuando bebe, es porque tiene sed o ya está preparado para hacer lo siguiente y, se sienta cuando está cansado o tiene en mente dónde ir cuando se levante. O se adelanta a lo que hace o responde con una acción ante un propósito que persigue. Quizás el secreto de que la conciencia esté con la “cosa” sea uno solo, como el de los monjes zen que, cuando comen, comen; cuando beben, beben y cuando descansan, descansan.

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