UNA CANCION PARA EL SIGLO XXI
Por: Freddy Quezada
Toda persona tiene siempre una canción especial en su vida. Con ella, generalmente, como en un Aleph borgiano, recuerda en un momento los sucesos más gloriosos y los más miserables de toda su existencia; los más tiernos y los más rudos; los más felices y los más desgraciados; los más sobrios y los más bochornosos. A veces, su sólo recuerdo nos sirve para revisar toda nuestra vida mientras le sonreímos a una desconocida en una estación de autobuses, nos dejamos acariciar por la frescura de un aire nuevo en una tarde apacible mientras caminamos con nuestras manos en los bolsillos o, en una noche melancólica, al enterarnos del derrumbe de unos ídolos que han pasado a ser nuestros iguales y a quienes ya podemos interrogar, decidimos hablarle al mundo desde las más sencillas de nuestras pasiones, en nombre propio y en contra de lo que más quisimos, como tributo a nuestra inocencia traicionada.
Nuestra canción preferida fue "La Internacional" de E. Poitier. En verdad, sigue siendo, pero en otro sentido, digamos, alegre. Ahora habita a la par de su opuesta, nuestra canción segunda. Una alabanza a un sol femenino, al balanceo dorado de la carne y a las sonrisas marinas de la tierra: "Garota do Ipanema". Una elección así sería caprichosa si no nos animara a confesarla el impacto que nos produjo saber que la "Appasionata" de Beethoven, según cuenta Gorki, generaba en Lenin, cada vez que la escuchaba, un modo amable y comprensivo de ver el mundo.
La historia de "La Internacional" es el registro de las vidas creyentes del marxismo. Acaso sea lo verdaderamente humano, trágico y pío, que posea. Generaciones enteras de revolucionarios, ilustrados o no, murieron con ese himno en los labios, en todas las trincheras de las dos guerras mundiales, en las barricadas de las capitales más importantes del mundo, al pie de la horca en países industriales y atrasados, en las cárceles más remotas, en el destierro y en los paredones de fusilamiento tanto de los capitalistas como en los mismos países socialistas, donde alguna vez se confundía el canto disidente de La Internacional entre quienes morían con el mismo himno entonado por quienes les disparaban.
Una vez, Albert Camus definió un buen período de la humanidad a través de la pasión que generó en los espíritus estudiosos las ciencias exactas. Decía más o menos que el siglo XVII fue conocido como el de las matemáticas, el XVIII como el de la física, el XIX como el de la biología; al XX, que ofrecía a su espíritu toda la miseria de la postguerra, lo concibió como el siglo del miedo que, para él, era el de la técnica y la productividad en los sistemas capitalista y colectivo. Ahora, en las vísperas del XXI, y ante el espectáculo sorprendente de la caída de los países llamados socialistas así como de las crisis perpetuas del capitalismo, nos parece irresistiblemente sencillo llamarle el siglo de la democracia. Otra vez, como en la Grecia clásica, sin apellidos. Y, de nuevo también, surgida para todos por la presión de las minorías: las nacionalidades.
Al parecer, Bobbio acabó por tener razón cuando dijo que la democracia era una idea más subversiva, en cierto sentido, que el socialismo mismo. La suerte de una buena parte de los países de Europa Oriental y, quizás de la propia URSS, está á indisolublemente ligada al marxismo como doctrina, incluso de aquel que siempre se tuvo por noble y que hoy reclama jamás haber participado en la degeneración y los crímenes cometidos por los burócratas socialistas. Hay que recordarles que el desastre no sólo fue contra los efectos, sino también contra unas raíces sostenidas dolorosamente por quienes ahora deben reconocerse como verdugos inconscientes y que pueden contribuir, para rectificar algo de lo que en verdad son inocentes, con admitir que estamos ante una nueva era de la humanidad, en la cual no basta una monodoctrina para explicarla. Pero ¿qué ha muerto del marxismo? Sobre todo su capacidad de crear; su otrora imaginación poderosa y exquisita a un tiempo, lo hacen impensable en un medio al cual sólo alcanzan a condenar y a ofrecerse como salida única y eterna en un mundo que ha terminado por reconocer que basta con que una sola generación no vea las promesas cumplidas para saberse traicionada. Sólo la vida de una persona vale ya la de una idea. Pocos están dispuestos a comprometer a sus descendientes en otras aventuras del espíritu.
Ciertamente hay un desembargo del futuro. Y han muerto del marxismo, por otro lado, incluso las escuelas que, sin haber tenido nunca acceso a ese poder en los países socialistas que por lo demás, siempre condenaron, defienden hoy a un marxismo original eternamente traicionado y guardado como una llama pura en sus propios regazos, despoetizando la vida. Son estos los que hoy sufren, sin merecerlo, la burla, la humillación y la desorientación que les heredaron sus hermanos gemelos pervertidos quienes, por otro lado, están buscando cómo enmascararse desde ya con otras doctrinas. Merece el más profundo de los respetos quienes están dispuestos a arriesgar su vida en nombre de una creencia. Pero también lo merecen quienes dudan que haya que regresar a unas fuentes del sigo XIX, ignorando dos guerras mundiales y el derrumbe de todo un sistema concebido como eterno.
Es demasiado fuerte la vida para reconocer infalibilidad a unos espíritus, indomables sin duda, pero ciegos por la nostalgia de una unidad perdida que sólo puede ser recuperada en unos principios nuevos: la creación de otra cosmovisión. Siempre las disciplinas sociales han sido hechizadas por los modelos de las ciencias naturales, como esas que enumeraba Camus para varios siglos. En el intercambio de paradigmas, por lo menos hasta la preguerra, las ramas sociales del saber cargaron con la peor parte. Incluso el marxismo fue víctima del positivismo y del estructuralismo. En alguna ocasión, Marx deseó que la India se reflejara en el espejo de la Inglaterra industrial apelando a una
imagen macabra para pesuadirla: "El progreso --decía con una brutalidad exquisita-- es como aquel horrible dios pagano que no podía beber el néctar más que en el cráneo de sus enemigos
muertos". Por supuesto que hubieron otros Marx, el maduro por ejemplo, donde es de justicia reconocerle sus dudas tardías acerca de todo su sistema. Algunos, como Shanin, admirador a un tiempo de Chayanov y Tolstoi, ya lo admiten como un artesano (es decir como un creador) y no como un Dios. Sin embargo, las ansias de divinidad de casi todos sus seguidores han lamentado su muerte en su época más rica, como demostrando la culpabilidad de Marx por ser mortal. Hasta que un oscuro ensayista literario, Luckacs, introdujo una ontología distinta en esta corriente y, casi al mismo tiempo, otro amante de la cultura, Gramsci, la revolucionó acentuando el aspecto subjetivo de los fenómenos sociales, el marxismo logró ganar terreno de nuevo. Incluso algunos, como Lucien Goldman, denunciaron el carácter mitológico de un proletariado falto de virtudes dirigentes per se. Pero ¿qué perdura aún del marxismo? Sin lugar a dudas, su lucha en contra de la desigualdad, de la opresión de cualquier tipo y su capacidad crítica de leer los fenómenos sociales. Pero esta observación sólo lo iguala a un puñado moral de buenas intenciones que no tendría por qué avergonzar al marxismo si se le señala su cohabitación con las aspiraciones de las religiones en general y de las nuevas doctrinas liberacionistas que puedan surgir o las que ya le están disputando su lugar. El marxismo está á condenado a ser reabsorbido por un sistema superior, no del todo racional, que también le otorgue cabida al mundo de la sensibilidad, las pasiones y la belleza. Alguna vez dejó entrever esta posibilidad Rosa Luxemburgo, sólo que supuso el nuevo sistema como enteramente lógico, siendo fiel al principio hegeliano de que "todo lo real es racional". Korsch, por otro lado, anunció la desaparición de la dialéctica al aplicarse a sí misma sus propias leyes. Modernamente, Castoriadis ha sostenido lo mismo; como teórico de la institución imaginaria de la sociedad ha unido, en este sentido, lo que desde Aristóteles ha sido separado (historia como lo acontecido y poesía como lo que puede acontecer) y que desde Blake se ha tratado de reconciliar ("La verdadera religión de la humanidad es la creación"). En definitiva, Castoriadis dice que la historia es poiesis; representación de sí mismas de las sociedades en su devenir como probabilidad. Después de la Segunda Guerra Mundial, las ciencias sociales, en especial la teoría de la comunicación, empezaron a reenviar, aunque de un modo oblicuo aún, sus modelos a las ciencias duras.
La informática y toda su secuela cibernética nació de este intercambio. Al parecer, con este despunte, ya no será una ironía aquella referencia muy popular entre los grandes escritores, a finales de los años cincuenta, donde se tomaba por poesía la lógica inverificable del giro de los electrones. Es decir, era prácticamente impensable que la poesía tuviera algo que ver con la física nuclear. Sábato dijo alguna vez que era tan estúpido ser objetivos en el arte como subjetivos en la ciencia. La víspera del XXI puede ser testigo de la inversión de toda la
lógica dominante hasta hoy. Sin embargo, el fenómeno sigue restringido a pirateos epistemológicos entre las mismas ciencias y, aún, la literatura y el arte en general son ajenos a tal intercambio. La literatura, el arte, pueden comenzar a nutrir a la ciencia, como siempre lo hizo a su manera, pero hoy puede contribuir a repensar de modo consciente los fenómenos sociales, como por ejemplo el desastre en los países del Este, preanunciados, por lo demás, por escritores como Kolakowski, Kundera, Milosz, Cioran, Solzhenitzin, Vaclav, etc., con los principios epistemológicos de la creación, la imaginación y la sensibilidad. Sartre dijo en algún lado que la creación inventa sus propios fines ex nihilo, es decir, es gratuita, pero no es que carezca de sentido. Marx, Weber, Freud, siempre alimentaron su imaginación leyendo obras literarias que no sólo los recreaban, sino que también les brindaron fuertes influencias en sus estilos y en algunos casos hasta el alumbramiento de muchas de sus ideas. El Capital, por ejemplo, no puede dejar de recordarnos en muchos de sus giros a Balzac. Se dice que leerlo es como disfrutar, en otro campo, de la Comedia Humana, pero esta vez con ecuaciones y fórmulas. Prometeo mismo, del que gustaba compararse Marx, tiene toda una epistemología que no ha sido para nada estudiada con espíritu investigativo. Muchas obras literarias, en la mayoría de los casos, son incluso más ilustrativas y profundas que los excelentes tratados sobre temas sociológicos. El secreto de la revolución mexicana, sólo por apelar a un caso entre miles, se percibe mejor en "La región más transparente", de Carlos Fuentes, que en los eruditos análisis de Pablo González Casanova. Pero no nos confundamos. El arte es el reino de lo singular, de lo irrepetible. De algún modo, como Weber, entre muchos otros, comprendía la historia; Van Gogh, unos girasoles; Proust, sus recuerdos sobre los Guermantes; Bartholdi, la singularidad plástica en una estatua de La Libertad que alumbra todas sus miserias; y, Andy Warhol, unas latas de sopas "Campbell". Impera en el arte, no obstante, un conjunto de principios donde la primera ley del creador, como nos lo dijera nuestro paisano inevitable, es crear; y donde, en segundo lugar, para completarlo, debemos reconocer el derecho de nuestras criaturas a rebelarse contra nosotros mismos, a ser independientes, a sabernos extraños de nuestra propia imaginación literaria o sociológica. Así se demostrará la grandeza de nuestra obra, para el caso del artista, y la tragedia en las consecuencias, sólo con la segunda ley, para el caso del científico. Bloom, el científico, y Dedalus, el artista, en este sentido, no serán ya solamente dos conocidos de las calles de Dublín, sino dos hermanos entrañables con sus propios perfiles. Con todo, siempre se correrá á el riesgo de que otros traten de tomar una proposición heurística o debatible, es decir, de búsqueda, como un nuevo sistema para confiscar lo que de rico tiene la vida. A ellos les diremos, en nombre de ese Dios en el que alguna vez creímos siendo niños y en el que, quizás, como Voltaire, terminemos creyendo en nuestra vejez: Déjennos crear!!!
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