EL DOLOR DEL CAMBIO
Por Freddy Quezada
Para mi amigo Rodrigo Ibarra
Si algo bueno heredé del marxismo, a su vez recibido del liberalismo, fue su amor por los cambios. El conservador, al contrario, se representa los cambios como pérdidas seguras (el pasado) y ganancias inciertas (el futuro); los románticos ingleses y alemanes fueron sus herederos en el arte. Tal vez por eso algunos autores igualen hoy una corriente del postmodernismo con el conservatismo.
El dolor, por su parte, es uno de los pocos conceptos que comparten el budismo y las tradiciones greco-cristianas de nuestra cultura. El dolor como ennoblecedor de las cosas. Aunque para los budistas fuera un vehículo del pensamiento para disolverse en la nada, para los griegos una magnificación del destino y para los cristianos el modo de ganarse la gracia divina mediante, precisamente, el dolor de los pecados, el examen de conciencia y el propósito de enmiendas (el racionalismo le llamará después a esa metodología crítica, autocrítica y alternativas de superación). Pero hoy el dolor por los cambios no es la nostalgia vulgar, sino los temblores frescos del derrumbe total en los detalles.
Marshall Berman, un escritor norteamericano, cuenta en su obra, que se hizo célebre por llevar una expresión que acuñó Marx (“Todo lo sólido se desvanece en el aire” ), que lloró cuando regresó a su barrio en el Bronx newyorkino y vio sólo autopistas y gasolineras, también a punto de ser sustituidas por otros establecimientos. De toda su niñez, con negros y puertorriqueños, sólo su imaginación podía dar testimonio de aquellos tiempos. Nadie más.
Berman usa su propio recuerdo para demostrar cómo la modernidad, por naturaleza, no puede tener raíces porque su función es cortarlas siempre. En rigor, pues, la modernidad está condenada a no tener certezas, fundamentos sólidos, ni pasado vivo porque es movimiento puro. Una consecuencia que sólo los nihilistas han sabido desprender.
Le debemos al Fausto de Goethe haber elevado a rango de principio, acreedor de su propia perdición, este movimiento y por eso se le conoce también como fáustico. Paradójicamente a los movimientos de tierras de las palas mecánicas, mientras transforman una y otra vez las ciudades, le debemos también buena parte de los hallazgos arqueológicos y paleontológicos cuando se encuentran restos de culturas y especies antiguas. Pero ese es otro asunto del que hablaré otro día.
Lo que deseamos tratar es el dolor que producen los cambios. Bien podríamos despacharnos esta sarta de especulaciones diciendo que el dolor ante los cambios es el remordimiento conservador de quien no supo temerlos en su momento. Es una vieja forma de evadir el tiempo, no reconocerle sus cortes o “saltos”, como le decíamos cuando éramos jóvenes, cuando no podíamos registrar la velocidad de los cambios porque nosotros éramos el velocímetro que no puede autoobservarse.
Los cambios son más dolorosos, en la medida que uno envejece. El cierre del cono de posibilidades etáreas hace más sensibles a los viejos para captar la grandiosidad de un detalle donde se reúne con fuerza todo el precipitado del cosmos, un letrero que ya no existe, un árbol que arrancaron, un nombre que han cambiado, un rótulo nuevo, un camino más ancho, una nueva gasolinera, otra rotonda, nuevos mendigos, prostitutas diferentes…cómo lo sólido se desvanece en el aire!!!
Si alguna vez reconociéramos, tan sólo por un minuto, que ya somos todas las posibilidades nos desvaneceríamos, como de verdad lo hacemos, sin saberlo. De otro modo: eliminar una posibilidad, la que creemos ser o tener, significa regresar a tenerlas todas. Multiplicar las elecciones significa disolverse y en verdad la liberación consiste en reunirse con todas. De aquí que, por ejemplo, vivir serenamente sin compañía suponga imaginar todas las posibilidades de relacionarnos con cualquiera. El dolor en strictu sensu consiste en no ver todas las posibilidades abortadas, incluyendo la de no cambiar, que es donde el dolor se ignora a sí mismo.
La revolución, el más grande de todos los cambios, el cambio de los cambios, terminó siendo tan dolorosa en su muerte como en su nacimiento. Porque ella fundaba el tiempo cada vez, pero era “otro”, el eterno, el definitivo, el congelado en su propio nombre. Hoy sólo es una estela, un aroma, casi nada. Esto nos permite a sus testigos más viejos, como en los cashinawas según Lyotard, empezar a narrarles a los más jóvenes la historia entera de la tribu.
Una tristeza así nos prepara, por fin, para reconocer que el dolor ante los cambios no nos viene de no haberlos temido antes, sino de no saber morir con ellos. Un sabio de origen hindú, cada vez más popular en Occidente, dijo alguna vez que el temor de los occidentales a la muerte, no es a lo desconocido sino a perder lo conocido. Y si ya lo hemos perdido todo que esperamos, entonces, para vivir.
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