LA ORACION, EL LIBRO Y LA IMAGEN: UN VIAJE
Por Freddy Quezada
Voy a empezar con un viejo recurso para parecer moderado. Situaré, a un lado, a tres autores apologistas de las nuevas tecnologías y, a otro, a tres detractores. Para informar al público, que jamás sabrá si los habré leído o no, les mencionaré, por turno, sus apellidos y pondré entre paréntesis las fechas de sus obras donde fueron consultados. Escuchados, el público no tiene más remedio que creerme; leídos, tiene que consultar al final la bibliografía y, vistos en pantalla, tienen que hacer "click" en los "link" para averiguar algo de los autores. Son tres maneras de comunicarse que tienen, entre otras cosas, distintos modos de credibilidad.
Así, los que ven las nuevas tecnologías como una posibilidad de redención de todos los males son Negroponte (1995), Toffler (1996), Gates (1995), y quienes sólo ven amenazas y nubarrones son Roszak (1986), Bloom (1989) o Postman (1994). Descuiden, ahora no voy a salir con el aburrido punto medio aristotélico, en este dualismo platónico, diciendo cosas del tipo: "ni uno ni otro grupo tienen la razón por separado, sino los dos" o, más esperable aún, "la verdad está en el centro de ambas familias, justo donde se intersectan y encuentran su punto de contacto". Cretinadas de este tipo me parece que son salidas sin imaginación al estar repitiendo todavía, a esta altura, a Platón y Aristóteles, sin al menos reconocérselo.
Déjenme decir, mejor, esta otra estafa: lo que une --no lo que los separa que para eso hay mil referencias de moda--a los diferentes vectores (oral, escrito y audiovisual) donde se manifiestan los relatos humanos, es el sentido de una aventura del espíritu o del individuo. Y la religión, sin duda, fue la primera que lo efectuó. Por algo, los fundadores de las culturas lo fueron al mismo tiempo de las religiones (Confucio, Buda, Abraham, Mahoma, Cristo). De tal manera que no hay diferencias, más que de grados, entre unos medios de comunicación (permítanme llamarles de narración) y otros. Siempre hemos sido personajes de una narración de "otr@s" donde ell@s son también de las nuestras. Para que un evento se convierta en suceso es necesario y suficiente contarlo, decía Sartre. Somos, pues, un intercambio de relatos. Paul Ricoeur le llama a este fenómeno con un nombre en alemán que, escrito, pareciera una de esas rectas y largas carreteras hacia a una playa como las de Ipanema: "auseinandersetzung".
Pero vayamos por orden. El relato oral, agrario, tribal confirmó el poder del mito y la oración en la configuración del sentido en la comunidad. La sangre, la tierra y el espíritu no tendrían valor alguno sino hubiesen sido articulados por el sentido de pertenencia cuya base es la cosmovisión trascendental que compone en sus discursos un origen, una aventura y un destino. En la llamada premodernidad, la magia original viene del poder de la palabra, aunque la escritura existiera, la mantenía encadenada al gobierno de sus leyes. La Odisea y la Ilíada vienen de la tradición oral, aunque después se hayan escrito como poemas. La Biblia es, en efecto, un libro pero es la "palabra" de Dios. China descubre la escritura a través de los ideogramas y la pictografía pero su mayor riqueza viene de la oralidad milenaria de sus sabios.
La escritura, por su parte, esclavizada primeramente a la palabra sagrada de algunas mitologías terminó, en definitiva, como un medio mucho menos interactivo de comunicación que el habla. Su gran ventaja fue mantener la ausencia del autor "como si" estuviera presente. La escritura como memoria (como pereza decía Platón), es el origen de la cultura, la anámnesis, que nos lleva a no olvidar lo aprendido. De aquí que cultura sea casi sinónimo de repetir. Más adelante este principio chocará con la cultura de cambios y novedades que la propia modernidad inaugura. Con la imprenta, nacerán después la ciudad y el conocimiento moderno. La escritura se hizo más reflexiva, deliberada y estructurada. Escribir es casi pensar. El mundo se nos aparecerá después como una gramática, según Derrida, que, a su vez, nos recuerda al mundo como una biblioteca o un libro, según Borges. El orden, la sucesividad, la linealidad y la galaxia de Gutemberg dominarán la nueva época. Se impondrá la tiranía de la escritura para regular las diferencias, a través del Derecho y las Constituciones, y la alfabetización y la escolaridad serán obligatorias. La Educación se nos ofrecerá como la panacea universal para hacernos pacíficos y bondadosos a todos. En una palabra, la modernidad.
La imagen, con la televisión, viene a secularizar la escritura. A rebajar el alcance de sus relatos. La incorpora en su formato y empieza narrar con simultaneidad, no linealidad, amalgamas y multiplicidad. En otra palabra, la postmodernidad.
La época de la imagen no es más que la secularización de las narraciones escritas, a su vez, desacralización de las tradiciones orales. Por eso, no tiene significado preguntarse si desaparecerá el libro frente a la imagen, como no la tuvo la incertidumbre de la tradición oral frente a la imprenta. La verdadera pregunta es si el sentido se debilita o no con cada medio de narración nuevo que se presenta. Si del significado único de la oración, pasamos al dualismo de la escritura, debemos decir hoy que estamos en la míriada de sentidos audiovisuales que le hace preguntarse a la modernidad si carece de un sentido en virtud de la multitud de ellos? La anulación del sentido por ahogo, por la asfixia de la muchedumbre de ellos, no es para decir que se ha perdido el sentido de las narraciones únicas o disyuntivas (la una o la otra) en un haz de realidades virtuales?
Ciertamente, como decía Camus, la pregunta más importante en filosofía es saber si la vida vale la pena vivirla o no. Lo demás viene después. Punto de partida que, para la búdica, quizás la única cultura que lo niega, es un punto de llegada: la vida no tiene sentido. Curioso que, para aquellos que respondan negativamente a la pregunta del existencialista francés dentro de su cultura, se corra el peligro del suicidio, mientras que, para los que admitan el principio de los budistas de todo tipo, según ellos, se encuentra la vida tal como es. A como sea, queremos decir que el centro de toda cultura es el sentido como un viaje hacia la luz. Lo demás son medios para medir la velocidad del acercamiento o la experiencia de la participación. [1]
Las narraciones escritas estalladas en mil fragmentos y compuestas desde la imagen a solicitud de una demanda masiva que incluye ahora a sectores analfabetos, infantiles y de todas las lenguas es la que brinda ese espectáculo de simultaneidad y fragmentación al mismo tiempo, como un archipiélago de relatos en el que pasamos de uno a otro según lo que nos arroje el buscador de la Internet o el control remoto para la navegación en los canales. Lo que se desplomó fue el monopolio que mantuvo la escritura sobre un par de metarrelatos rivales, apoyados ambos en una ciencia que, constantemente, se la invitaba a arbitrar la veracidad de sus promesas ignorando que era parte de ellas. La continuidad, en todo esto, de la oralidad religiosa ha sido un sentido único que se ha venido bifurcando hasta desmenuzarse en un menú de canales. Todo esta imagen me lleva siempre al árbol, donde cada fruto, rama, tallo, hoja y nervadura es, a su vez, el árbol entero que los contiene. Un significado lo son todos. El primer medio, el habla, ya los contenía a todos. Es el mismo que se reencuentra hoy con la imagen en medio de un desierto de sentido por el exceso de ellos.
Cada ruptura marca dominios de unos medios sobre otros para narrar la aventura de las culturas humanas. En todas hay imaginación y censuras. Cada una pierde y recupera algo que las otras ya tenían o no podían presentar; del mismo modo, sus faltas se las ocultan entre sí y ante los demás. Y cada una tiene sus propias miserias y perversiones que se ocultan ante públicos masivos y oficiales, respetables y atentos, como el de esta feria (en los relatos orales, por ejemplo, había palabras mágicas y eróticas, a veces escritas, que sólo las conocían los sabi@s, bruj@s y sacerdotes; la pornografía también son libros censurados que, de seguro, no habrán en esta feria, a pesar que precisamente haya sido la bisagra que llevó la imagen y la carne a una escritura monacal, y haya algunas autoras, como Susan Sonntag, que crea que en ellos hay verdaderas obras de arte y ya no digamos los videos y la Internet que explotan la pornografía al máximo).
Y cada una de esas culturas, por razones puramente de poder, se imponen a las demás creando sus propias resistencias, en un círculo que ella misma genera. Sucede como con los inmigrantes. El mismo sistema que los expulsa de sus lugares de origen los hace buscar el vientre de sus expulsores, para instalarse ahí como parásitos primeros y, luego, como glóbulos orgánicos del sistema que lo transforman a su vez y, en cada oportunidad que tiene de verse a sí mismo, el sistema no reconoce sus hibrideces y mestizajes. Es como el puntito negro del yin en todo lo blanco del yan que lo prepara y une con todo lo negro del yin en el puntito blanco del yan.
Desde que nacemos venimos programados y la novedad nunca la vemos porque estamos condicionados por nuestra cultura. De ahí el creer que estamos repitiendo las cosas o el agotamiento de las nuevas experiencias y promesas que nos hace creer que la vida es redonda y no lineal. Esta vieja tesis no se explicaba hasta ahora la novedad y el cambio que después propuso la modernidad. Cuando entró en crisis, la modernidad se reconoció como un fruto más de su propia tradición helena y judeocristiana. La bancarrota de sus promesas le ha hecho recordar a sus propios críticos de dónde proviene. Le pasó lo que le sucede a todo el mundo cuando está en crisis: viaja de regreso al vientre. Pero, ahora, para conocer la novedad, la que nunca ha visto, la modernidad tiene que sacrificar la memoria y su propia cultura, como lo ha hecho ya de todas maneras, aunque no lo reconozca. Tiene que salir del vientre por segunda vez, esta vez vacía. Pero con un vacío creador y no con el horror de la nada que no entiende más que en su perversidad efímera, simultánea y fragmentada que la obliga a girar y a girar hasta deshacerse reventada y hastiada en una búsqueda de la que no sabrá nunca renunciar porque es el soporte de toda su cultura: el sentido. Si supierámos que lo que buscamos ya lo tenemos nos dedicaríamos a contemplar las cosas y a los seres. Fue la sabiduría que perdimos de Grecia y que, latinoamericanos como nosotros, hemos sido incapaces de recuperar, por vergüenza y complejo de inferioridad, de nuestra cultura indígena y africana. Pero si de lo que se trata es de olvidar todas nuestras tradiciones, pues, seamos consecuentes hasta el fin y el día que, de verdad, nos olvidemos de todo, absolutamente de todo, conoceremos por primera vez las cosas como las conoció el primer hombre y la primera mujer, es decir, la primera niña y el primer niño. Y nos dedicaremos al oficio eterno de Adán y Eva: nombrar. Y así, quizás, podamos soportar un poco mejor, como las moscas con las patas llenas de mierda, la vida.
Muchas Gracias
Octubre de 1999
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
Bloom, A. (1989). El cierre de la mente moderna. Barcelona: Plaza y Janés.
Gates, W. (1995) Camino al futuro. Madrid: McGraw-Hill
Negroponte, N (1995) El Mundo digital. Barcelona: Ediciones B
Postman, N. (1994). Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología. Madrid: Círculo de Lectores.
Roszak, Th. (1986). El culto a la información. Barcelona: Grijalbo
Toffler, A. (1996). La tercera ola. Barcelona: Plaza & Janés.
[1] Suzuki, un maestro budista Zen, no lograba entender cómo los cristianos teniendo la parábola del hijo pródigo, no desprendían todas sus ricas lecciones, muy parecidas a las que él mismo enseñaba. El hijo pródigo descubre, a su regreso, lo que, antes de irse, ya tenía: la paz y la tranquilidad. Pero lo absurdo y paradójico de todo esto es que tenía que salir a buscarlas para saberlo. Un viaje inútil que, en Occidente, todos tenemos que hacer, a pesar de mil consejos en contrario, porque algo nos dice que nosotros sí podemos encontrarla. Ese "algo" es una ilusión.
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