lunes, 16 de noviembre de 2009

Los imaginarios de la clase media

LOS IMAGINARIOS

DE LA CLASE MEDIA

Por Freddy Quezada

A Marvin in memoriam

Marvin López, gran amigo mío, dijo una vez, en esas tardes cuando un hombre le confiesa a otro las ineptitudes que más le han avergonzado en su vida (como si en un círculo de chicas, el muchacho tímido del grupo se largara involuntariamente una descarga flatular) que toda persona urbana debía saber tres cosas básicas si desea sobrevivir en una gran ciudad: conducir, escribir a máquina y nadar. Manipular, crear y moverse.

Marvin aprendió a manejar ya adulto. Nunca olvidaré su rostro con patillas de prócer de la independencia y su larga melena de hippie firme, agitándose al frente de su jeep Toyota, tocando la bocina alegremente cada vez que me veía en las calles de Managua y a escribir en las computadoras, como yo, con dos dedos, con la cadencia y ritmo de los pollos cuando picotean con desgano los granos de maíz, tardando hasta tres días para encontrar el sombrerito de la “ñ” y los comandos para los acentos. Desdichadamente murió ahogado. Su tercer consejo lo traicionó.

En sí mismas, nada tienen de especial tales habilidades. Pero en términos de números no son tan masivas frente a las amplias capas de la población, mucha de la cual a duras penas medio lee pero no escribe y otra parte significativa, morirá sin saber lo que es estar al frente de un automóvil. Nadar, tampoco, es tan popular como se cree. Para muchos, pues, estas destrezas, como complemento de sus virtudes, sólo sirven para obedecer, maravillarse y esperar.

Para aprender esas tres cosas que mencionaba Marvin, se necesita primero tener un vehículo, poseer una computadora o una máquina de escribir y por último vivir cerca de algún cuerpo de agua o tener cómo pagar un instructor de nado.

Por supuesto que uno puede aprender a manejar por medio de alguien que sepa, o teclear las computadoras por pura necesidad en las casa ajenas o “chapalear” en las fuentes de agua de lluvia que se forman en los asentamientos, como hacen grandes cantidades de niños desnudos, tan bien representados en La Ciudad de Dios, esa excelente película brasileña, donde al final figura un niño en “chinelas” y con media nalga fuera de su calzoncillo sucio, siguiendo a los mayores para jugar, después de matar a alguien.

Pero hay una “marca” en todo ello. La clase media con el aprendizaje de esas y otras habilidades aprende a ser independiente y los otros, que se le parecen, empiezan a depender de ellas como oficio y así se hacen choferes, secretarias o “tiscaperos”, como mi generación llamó a los chicos que aprendieron a nadar en la laguna de Tiscapa.

La realidad de lo que somos horroriza a nuestra clase media. La realidad que no quiere ver y que desea que fuese otra. Por ejemplo, en la telebasura, que ha levantado una gran polvareda de parte de periodistas respetables y hasta del decano de la única facultad de comunicación social en el país [1][1], no sabemos a que se refieren cuando escriben contra ella.

Aceptamos dos cosas de lo que dicen, pero no una tercera:

a) que los medios de comunicación no se atreven a cubrir los escándalos de las clases medias y altas a las que pertenecen los dueños de los medios, correcto;

b) la verdad es un ángulo que selecciona el observador y desde entonces la verdad es una relación de poder, y si se hace desde los medios es porque se quiere imponer de fuerza o de grado, por la seducción o por la repetición, correcto también.

Pero c) ¿cómo pueden decir que eso visto no es el pueblo que ellos usan para sus discursos? ¿Cuál es ese otro “pueblo” que “pueblan” precisamente sus discursos emancipadores y llorones (y en esto se hermanan con los políticos más cínicos y canallas)?

Una de dos, o es un “pueblo” que nadie más que ellos conocen y tienen que enseñárnoslos o, al que se refieren, sencillamente no existe. Es el que debiera ser, pero no es. Repito, no es. [2][2]

Lo primero que busca toda persona “culta” cuando escribe o habla, es exigir que su relato sea creído. Habla, piensa y escribe para convencer a otros de sus relatos, narraciones y principios cosmovisivos, como yo lo hago en este momento autorreferencial. La mayor parte de las veces no somos conscientes que estamos sólo repitiendo o citando lo que otros han dicho con una autoridad que le llega de nuestra fe, ingenuidad, inocencia, buena voluntad, receptividad o simple necesidad de transmitir una “verdad” por el efecto que ha producido en nosotros quienes la han pronunciado con firmeza, inteligencia y demostración discursiva o audiovisual. Somos eslabones de una gran conga.

Escuchen bien, en estos tiempos, no es que digamos la verdad (aunque haya algunos que se muevan todavía con los viejas coordenadas religiosas de “verdad”), sino creer que la decimos, es decir, exigimos que los demás crean que nosotros creemos en algo. ¿No es una estupidez? Es como una gran conga, donde el de adelante se apoya en el de atrás y el último se apoya en el primero. Así, entre todos, formamos un imaginario circular.

Un imaginario es una cosa parcialmente cierta, falsa para muchos casos, mitad construida con ayuda de otros poderes que se suman a lo que creemos propio, mitad inventada por nuestras pasiones. Son como bolitas de estiércol que sirven para golpear y juntar indistintamente en el tejido de las relaciones intersubjetivas a todos los actores sociales. ¿Quién forma los imaginarios que empleamos para ver a los demás, ignorando que ellos hacen lo mismo, y hacemos triunfar para otorgarles rango de verdad? ¿De dónde nos ha llegado la idea irrebatible que todo lo que piensa y hace la clase media (incluida la democracia, el mercado, la tecnología, esa forma divina de comprar las cosas en los supermercados y elegir en las boutiques) es digna de imitarse o de recrearse a partir de ella? Ella misma es un invento de sus propios éxitos, como antes, en la época del dominio marxista, era otro de sus propios defectos. Lo que hoy es un orgullo, ayer era una vergüenza.

A las clases medias le debemos el cultivo de dos mitos: que todo se resuelve con educación (científica y técnica) y que el gusto está para refinarse con buena música, buenos platos, buenas obras morales, políticas y artísticas.

¿Cómo se forman entre los niños y los adolescentes los juicios, prejuicios e imaginarios de la clase media? Por medio de la educación. El papel de la educación, incluso dentro de ella misma, como los tipos de colegios a los que asisten, determina jerarquías y poderes, que los hace creer que hay diferentes calidades que les preparan escalas de éxitos. Tal campo genera un universo de complejos de inferioridad, autosuficiencias, envidias, vergüenzas, desprecio, cinismos, sentimentalismos, etc.

Creen que la educación todo lo resuelve. Las visiones, estimas, juicios y poder vienen de ella. La presión del círculo inmediato de los amigos/as, compañeras y familiares de la misma edad, empieza por las comparaciones. Las comparaciones son las madres de las medidas. Una cosa, en nuestra cultura, sólo es si se le compara con cualquier otra. Así encuentra su lugar en el mundo (por medio de poderes e imaginarios) y a partir de ahí se ancla para dotarse del sentido que la misma cultura le asigna a ese sitio. Sentido que le atribuye al dolor ajeno y propio, un significado de salvación celestial o terrestre. Perderlo (para otras culturas es el requisito de su iluminación) significa desaparecer.

¿Cómo empieza a ejercitarse en el poder la clase media? Primero, por medio de las servidumbres. Son los primeros ejercicios de poder. Los/as niños/as observan cómo sus padres ordenan con imperio y muchas veces con despotismo a las empleadas domésticas. Cuando son adolescentes, los varones en muchas ocasiones, se desvirgan con ellas, y las chicas les hacen sus primeras preguntas sexuales a las “sirvientas” de larga permanencia. Los conductores juegan un papel parecido, pero invirtiendo el orden del servicio.

También los muchachos y muchachas, cultivan las obediencias, aunque razonadas, tanto porque los padres se las brindan como por ellos que las exigen en juegos de preguntas y respuestas. Las individualidades y rebeldías de chicos y chicas ante sus padres, es el caldo de cultivo donde nacen las protestas y hasta las revoluciones, prolongables en los movimientos sociales contemporáneos. La manipulación de objetos (vehículos, ascensores, puertas complicadas, computadoras último modelo, baños en los hoteles de varias estrellas, celulares extraños, aparatos electrónicos de cualquier tipo), el dominio o conocimiento de otro idioma, la educación (que incluya sensibilidad medioambiental y el respeto a la diferencia) y los viajes al exterior o relatos sobre ellos, forman parte de su personalidad. Esto es lo que se llama ahora una persona globalizada y postmoderna.

Una persona de origen “popular” que ha ascendido puede sentirse cómoda en la clase media y recordar con orgullo sus raíces y el premio a sus esfuerzos, cuando de verdad es sincero y no lo anda ocultando, pero nadie hace lo mismo a la inversa. No conozco un sólo caso clasemediero que sienta orgullo de haberse empobrecido como le ha sucedido a millones en esta época de globalización en los países del sur.

La elección del número, los que son demasiados, los “pobres”, constituyen el objeto de consumo, aunque sólo sea para desear, que es el objetivo final del sistema. Pero detrás de la elección está su poder, su superficie, su extensión. Este es el único pecado de los medios, usar la fuerza de cobertura que tiene un imaginario como consumidor, usuario, ciudadano, pobre, para venderse y asustar o agradar a quienes lo escuchan, ven o leen. También devuelve este imaginario, para el caso de la telebasura, una fuerza que se filtra en los huesos de la clase media quien se lleva las manos al rostro y ve entre las rendijas que se hace entre los dedos, la sangre que le fascina.

Las clases altas ni se enteran ni les interesan todas estas babosadas “municipales”, como decía el poeta. Ellos están en sus negocios, en sus intrigas y en sus cálculos de más poder y más riqueza. Ellos están para ser vistos y replicados, como dice Zygmunt Bauman. Son el modelo de las clases medias que sueñan con comer, viajar, vestirse, hablar, caminar y hasta descargar como ellos.

La clase media es una bisagra entre otras clases sociales. La modernidad le ofreció la oportunidad de moverse en términos verticales por medio de la educación y el incremento de los ingresos (movilidad social le llamaron los sociólogos) y en la postmodernidad en términos horizontales, constituyéndose en la fuente intelectual sin autoritarismos ni dogmatismos (como dicen ahora en sus discursos) de los movimientos sociales y el elogio de la diferencia de la que empezaron a ser los primeros en sensibilizarse. [3][3]

Pero siempre ha sido un gozne cuyas características la dotan de versatilidad, elasticidad y velocidad. Ella misma es transitoriedad pero nunca ha podido verse a sí misma de ese modo. Menos ahora, cuando todo la época se le parece. Reúne en sí misma (el odio y el deseo) lo que cree que está afuera, en las clases que envidia y teme. Todo es una inmensa clase media. Sus sueños de ser obedecida se han cumplido. Realmente no fue el capitalismo el que derrotó al socialismo, sino las clases medias de ambos sistemas las que creyeron liberarse de uno de ellos. Pero el “Gran Otro”, del que habla Lacan, los grandes capitalistas, siguen ahí, imperturbables como el dinosaurio de Monterroso.

Peter Wagner, un sociólogo alemán, peludo y desabrido, dijo en algún lado: "La modernidad trajo consigo el nacimiento de algo que podemos denominar cultura moderna, una nueva sensibilidad moral que, irradiando desde la clase media inglesa, norteamericana y, desde varios puntos de vista, francesa, se difundió hacia el exterior y hacia abajo". Hacia el exterior quiso decir hacia las ex - colonias a través de los medios y el comercio y hacia abajo, hacia las clases populares urbanas y rurales de ellos mismos.

Lo de “populares”, agradecemos la lección, son tan diferentes entre sí, como la clase media se ve a sí misma ahora. “Popular” es un destechado (homeless), tanto como un obrero fabril, una mujer desempleada, un campesino sin tierra, un artista fracasado, un discapacitado pobre, un gay despechado, o un miembro afroamericano vagabundo en los centros urbanos, acaso el responsable de la desdicha del anterior.

La pequeña burguesía, como los marxistas la llamaban, reconociendo a regañadientes que todos los intelectuales proveníamos de ella, la definían como aquella clase social que tenía unos ingresos que le permitían satisfacer todas sus necesidades básicas y ahorrar, pero no lo suficiente como para invertir en grandes operaciones financieras. Deseaban escalar y por eso están viendo hacia arriba siempre y les aterra descender, por eso evitan ver hacia abajo, siempre. Les encanta la estabilidad, aunque los otros estén pereciendo y el mundo esté cayéndose a pedazos. Hermann Hesse describía sus casas limpias y siempre pulcras, sin la menor mota de polvo, de la que se encargan las señoras al supervisar cada trapeada de sus empleadas domésticas.

Son seguras de sí mismas frente al deseducado, a quien deslumbran con las cosas que hacen y dicen con la naturalidad que brinda la frecuencia y el hastío del contacto cotidiano con las personas y los aparatos. Hablan de personas y países, como los niños pobres se imaginan los cuentos. De todo ello le venían sus virtudes pero también sus defectos. Los dirigentes políticos y muchos intelectuales revolucionarios, aterrorizaron durante mucho tiempo a sus enemigos y militantes de sus propias filas, con definirlos como pequeños burgueses, (especie de cloaca de la sociedad) y lo que realizaban no era más, como una proyección psicológica, lo que ellos mismos hacían en privado.

Pero la modernidad es el lugar de la movilidad social. En los suburbios urbanos, el piso de tierra, las habitaciones débiles, baños sin separaciones sólidas y definidas que permitan el ejercicio y cultivo de una individualidad a solas, fuentes de rebeldías y reclamos de derechos, forman el carácter y una “estructura de sentimiento” que los subordina a la mirada ilustrada. Freddy Quezada y Aurora Suárez, en un estudio sobre legalidad, legitimidad y poder dicen al respecto: “Los tamaños de los sectores ilustrados, pues, contra los no ilustrados determinarán en mucho los perfiles de las sociedades contemporáneas. En aquellas sociedades donde la clase media es muy pequeña y abrumador el peso de los sectores no ilustrados se establecerá una ósmosis en la que dominarán en los imaginarios nacionales, por el puro poder del número, aspectos que nada tienen que ver con la ilustración clásica europea y norteamericana, como por ejemplo, la magia, las leyendas agrarias, la ruralización de las ciudades, los modos herbolarios de curarnos, las formas en que dividimos nuestras habitaciones, los chismes, la suciedad, el caudillismo, la lealtad a las familias y el desprecio hacia las instituciones, las leyes y el orden”.

La clase media se mueve entre consumir alguna vez como las clases altas y sufrir todos los días el embate y la ósmosis de las clases bajas con su hedor, giros, gracias, simpatías y muchas veces ternura y lástima, que nos hace creer, sólo por momentos, que no somos diferentes. Entre el consumo globalizado y la osmosis de las masas, que ahora son tan diversas como ella misma, se mira en subdivisiones infinitas hasta llegar a la noción de “individuo” que se creen sólo ellos.

Las clases medias son defensoras de los “pobres” en abstracto (incluyo a muchos dirigentes de movimientos sociales y ONG´s), pero a los reales, a los vecinos, a los del barrio cercano, les llama “bajos”, vulgares, ladrones y de un gusto estético sólo satisfecho por Paquita la del Barrio, las rancheras, “mexicanadas”, cumbias y reggeatton. Tal campo es un viejo tema que cruza la discusión entre la cultura popular, cultura de élite y la cultura de masas, que reunió a la fuerza a las dos, en desmedro de la alta cultura. Llevar la alta cultura a las “masas” siempre fue la propuesta cultural y educativa de la clase media. Hasta que la hizo entrar en crisis la cultura de masas que empezaron a construir los medios de comunicación y donde su refinamiento empezó a naufragar.

Hubo una época que se creyó en América Latina que ella era la esperanza para sacarnos de la dependencia que sufríamos. La escuelas de la Dependencia latinoamericana, incluso, tenían dos corrientes: una radical, con el proletariado a la cabeza y la ruptura socialista con el imperialismo norteamericano y otra, moderada, donde la clase media ejercería el liderazgo y emergería una estabilidad nacional de interdependencia con los centros metropolitanos. De hecho, en Nicaragua, hay autores creyentes que todo el problema de nuestro país es carecer de una clase media grande, segura de sí misma, políticamente correcta y con una moral kantiana. Digamos como una especie de Costa Rica o Chile. Pero ya es otro tema.

El que esto finaliza es uno más de esa clase media examinada, sólo que de los arruinados que se avergüenzan de confesarlo. Como Marvin, también aprendí a conducir ya viejo y sigo escribiendo como las gallinas. Pero no sé nadar.



[1][1] Este hombre está en un callejón sin salida. Si dice que la mayoría de los nuevos periodistas son un desastre, tiene que admitir su responsabilidad, pues, el ha dirigido sus procesos formativos; si dice que no tiene culpa, es un incompetente, porque esos periodistas salieron de sus aulas y no pudo establecer controles de calidad. Pero también, aunque nada tenga nada que ver en el asunto la formación de los comunicadores sociales, el profesor Guillermo Rhothschuh (creo que ahí le van algunas “h” de más a su complicado apellido y porque lo respeto mucho, no le pongo otra delante de la “R”) tiene que admitir que la batalla la ganó el mercado contra el bien común de la información y que ese “pueblo” (mal hablado, pendenciero, llorón, violento, vengativo, sucio, inculto, taimado y traicionero) es el único y el verdadero. Al mercado no le tenemos que agradecer nada, más que abrirnos los ojos no porque nos regale la luz, sino porque en el camino, para venderse, tiene que decirnos gran parte de la verdad, esa que nunca ha querido ver la clase ilustrada. Por supuesto, profesor, lo sabemos desde siempre, todo esto se arregla con la educación. Terminamos así donde empezamos. Damos como solución lo que es precisamente el problema.

[2][2] Tampoco el de la telebasura es totalmente verdadero, porque no se advierten sus virtudes, pero no nos engaña con una de las partes, aunque seamos nosotros los que tengamos que imaginar la que nos oculta.

[3][3] Orlando Núñez, pasa elogiando a la sociedad civil y a los movimientos sociales en casi doscientas páginas de su última obra “La Sociedad Civil”, y termina llamando a votar, en un articulo en El Nuevo Diario del 31 de enero ¿“Daniel para presidente y Herty para vicepresidente?, por un perdedor partidario empedernido. ¿Cómo creerle?

No hay comentarios:

Publicar un comentario