¿El "Mayo negro" o el “Octubre rojo” francés?
Por Freddy Quezada (http://freddyquezada.blogspot.com)[1]
Francia, es de las pocas naciones occidentales que no puede darse el lujo, desde la esfera pública, de ser impune con las palabras. Por algo fue en un tiempo la patria de los artistas. Balzac advirtió que en Francia una mala palabra puede desencadenar una revolución. El sans culotte de ayer es el racaille de hoy. Ya los sociólogos empiezan a decir sandeces y probablemente, con este artículo, yo los siga en ellas. Goff dice que "esta rebelión no es tan bella como la del 68", como si los fenómenos sociales fuesen pinturas; Wieviorka sale con lugares comunes, como "el sistema ha fracasado", (sí y también todos tenemos un culo); Touraine nos dice sorprendido con ese tono de bodeville, como el empleado por los payasitos en los buses de Managua, que “no tienen voz”; Baudrillard, al menos, espero que salga con otros de sus disparates creativos. Y los demás, antropólogos, cultorólogos y subalternistas, están callados (no los he leído en los grandes diarios aún), pero ya nos van a inundar con sus libros y charlatanerías de especialistas.
Este "mayo negro" francés -- especie de mayo del 68 “patas arriba”-- (aunque en verdad estamos en un callejón sin salida, al no poderle decir tampoco “octubre rojo” porque también ese llegó antes), me sorprendió mientras exploro en una investigación, el separatismo (otra mala palabra) en nuestra Costa Caribe,
El asunto tiene mucho que ver con la discusión entre la multiculturalidad y la interculturalidad, tal como hoy se establece entre círculos muy especializados de estudiosos de la cultura. La multiculturalidad es una categoría, tanto antropológica como operativa, proveniente de la sociedad estadounidense y que se ha convertido con lo políticamente correcto en un respeto de las culturas subalternas, pero mantenidos dentro de sí mismas y haciendo de sus diferencias una virtud. En cambio, la interculturalidad es más retroalimentaria y más flexible en las definiciones de sus identidades. Así, estas investigaciones además de vérselas con la identidad y la cultura tienen que ver también con las migraciones.
Como lo dije en otro lado (http://www.geocities.com/Athens/Pantheon/4255/lafea.html) la migración es lo verdaderamente otro de la globalización. La diferencia en el sentido derridiano, la cultura de los antropólogos norteamericanos de la última hora, los estudiosos de la cultura, subalterna o no, tienen que encontrarse en su expresión práctica con la migración de los países postcoloniales en las metrópolis. Y por supuesto en sus consecuencias para la estabilidad política de los sistemas huéspedes. Pero todos estos estudios ¿no es un contrasentido que se ocupen para apagar el fuego? ¿Han terminado por servir a quienes vienen de odiar y de no permitirles que los usen?
He sido testigo de todo esta conmoción en esa Francia que todo latinoamericano admira, envidia, ama y odia, sin mayores desgarramientos. En el mismo momento, la opinión pública nicaragüense miraba impávida y horrorizada como dos perros destrozaban a vista y paciencia de la policía costarricense a un emigrante originario de nuestro país. Verdaderas bombas molotov en manos de los medios de comunicación. Con todos estos elementos encima, uno parece sentirse como aquellos nihilistas rusos de finales del siglo XIX o los terroristas islámicos de hoy: cargado de dinamita que en cualquier momento puede explotar y levantar por los aires a quienes se encuentren cerca.
Lo primero que se me vino a la memoria (ya lo ven, es inevitable este veneno) son tres paradigmas que se pueden usar para leer la situación y combinarse al gusto: 1. El del dúo Jean Paul Sartre y Franz Fanon. 2. El de Raymond Williams y Stuart Hall y 3. El de Michel Foucault y Edward Said. Todos son parecidos, porque combinan a un intelectual metropolitano, maestro y solidario con las concepciones de los otros, provenientes de las excolonias. Pero al mismo tiempo, todos son diferentes.
El uno es la protesta del colonizado, pero en los términos y valores de los colonizadores. Son fundamentalmente emancipadores dentro de las categorías universales impuesta por la cultura occidental. Exigen los mismos derechos que les enseñaron los metropolitanos (a los que reconocen con justicia como hipócritas y elitistas) pero desde su condición de subalternos, claros de la asimetría y la violencia de la marginación. ¿Recuerdan el bello prólogo de Sartre a la obra “Los condenados de la Tierra”?
El segundo dúo, más académico, pero igual de emancipador que el primero, prestó mucha atención, desde una perspectiva gramsciana muy rica, precisamente, a la cultura de los grupos subalternos (obreros y mujeres) y en especial a aquellos de países que fueron colonias de las metrópolis. Todavía hoy, Stuart Hall (de origen jamaiquino) es un icono vivo de esta corriente.
Y el último, se decanta por el lado del silencio, la resistencia sin rostro, la "rediatización" (hay que recordar que los chicos usaron celulares para coordinarse) y no hay dirigencia que se atribuya los hechos. No desear ser representados ha pasado a ser una virtud; no tener voz, un arma y no proponer discursos ni utopías, un mérito. Algo que se imaginó Michel Foucault con sus resistencias en forma de redes frente al poder y Edward Said, como el silencio de los subalternos como instrumento de lucha. Esta lectura presenta estas violencias como quiebres profundos de los valores modernos, occidentales y técnicos. No se persiguen utopías, ni estos autores la proponen, y se hace creer que es una estética de la violencia generada por el mismo sistema que no reconoce sus miserias.
Hace cerca de 5 años, a propósito de los jóvenes apáticos de mi país, escribí en (http://www.geocities.com/Athens/Pantheon/4255/aquiles.html)
"Esta época es especial porque ahora los jóvenes no son creyentes, son poco solidarios, individuos que buscan agotarse en los viajes y la diversión continua. No saben lo que quieren ni lo que buscan. O lo saben muy bien, pero no quieren decirlo a los adultos. Quizás porque quieran sorprendernos una buena mañana, como en mayo de 1968 en París, con una locura para asombrar al mundo e inaugurar una nueva época rica en sentido y espiritualidad… ¿Son ellos los que corren de un lado para otro, como conejitos, preparándonos la sorpresa? ¿Tendremos suficientes cejas para asombrarnos?".
No hay, desde luego, espiritualidades en las llamas que ardieron en París y en las otras ciudades, pero hay calor para ellas. Sólo que, esta vez, no hay que volver a confundir las refulgencias de las hogueras con los resplandores de la aurora.
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