EL DESTINO DEL SALMON
Por Freddy Quezada
Para mis hijas: Natalia y Adriana
Siendo niño, bajo un coposo árbol a la orilla de un río, jugando al escondite con mis primas, sucio, roto y en cuclillas, vi una vez un pez maravilloso cuyo destino era, al parecer, nadar contra la corriente y, mientras perseguía su muerte, iba desovando penosa y heroicamente por el recorrido. Cuando llegaba a su destino, todo maltrecho y cansado, moría. En aquel entonces, sólo tuve tiempo de asombrarme, hasta que las primas dieron conmigo y me asombraron más todavía, borrando el anterior, con el beso en sorteo. Me pregunto, ahora, ya viejo y pedorro, si el salmón muere feliz. La situación de este pez colorado obliga a cualquiera a preguntarse por el destino. Es un tema eterno y profundamente humano.
En la tradición grecolatina el destino (telos) existía. Nada ni nadie podía evitarlo, ni siquiera clarividentes como Casandra y Tiresias que, en su poder visionario, llegaron a ver sus propias muertes y no podían hacer nada por impedirlo. Cualquier acto no podía modificarlo.
La acción estaba separada de los fines. El destino más noble era aquel que hacía sufrir a quienes se les revelaba. Saberlo, incluso, era una desmesura. El más célebre que recuerda la cultura occidental es el de Edipo. La tragedia, según Aristóteles en Ars Poetica, purificaba a los hombres. Y sólo en el arte existía la posibilidad de unir la acción a los fines. Maquiavelo, anunciando la modernidad, hará monstruosa esta probabilidad y hará del arte (de gobernar) una realidad. El destino, para los antiguos, era algo externo y asumido, pero desde esa asunción era algo "invitado" o "convocado". Edipo, después de descubrir su desgracia, ciego e impotente, siempre decía "estar bien". No maldecía su misión.
Las "almas", como destino, en la tradición judeocristiana, estaban sujetas a ser premiadas o castigadas, pero todas eran, en principio, redimibles (en condición de igualdad, como dirían después los modernos) en un gran juicio final presidido por un Dios justo y clemente. Sin embargo, será
Mi idea es que el destino no desapareció sino que la modernidad lo reprimió (lo hizo inmanente) y luego lo envió al reino de la acción donde terminó apareciendo, de nuevo, como "libertad", "igualdad" y "progreso". Liberales y marxistas inscribieron en sus banderas, desde entonces, que esa era el destino de las naciones desde las que hablaban.
Ahora que la modernidad está derrumbándose y todos huimos en cualquier dirección, afloran, en una suerte de venganza, todo tipo de ofertas de destino (horóscopos, zodíacos, profecías, chamanismo, orientalismo, trascendencia, misticismo, esoterismo, fundamentalismo, etc.) pero es la evidencia de la derrota moderna de haber enmascarado el destino con la "mismidad" (self) calvinista primero y política/secular después. Es el derrumbe del sentido "externo" de la narración moderna y del "destino" (interno) centrado en los actos y responsabilidades del individuo, lo que nos brinda ese espectáculo melancólico de asistir a los amigos y amigas, hoy, en sus vagabundeos existenciales.
El individuo (el que no se puede dividir, eso significa) necesita estar intacto frente al "otro" para responder ante sus juicios y necesita esa integridad (no subdividirse más) para acumular los actos y hacer los balances de su vida. Luego él mismo o los otros lo valorarán, es decir, lo condenarán o lo absolverán. Otra manera de decirlo, el destino ha continuado en el juicio. Esto lo supo ver muy bien Kant y Lyotard trata de recrearlo. Los estructuralistas decretaron la muerte, hace bastante tiempo, del sujeto. Ha llegado la hora de decir que su pariente cercano, el individuo, también ha muerto.
No podemos decir que el destino ha regresado porque nunca se fue. Digamos, más bien, que el destino ha sido liberado hasta nueva orden de captura. Pongo de ejemplo mi propia situación. Siempre he tenido la impresión que yo convoco y participo, al mismo tiempo que pertenezco y genero, tres cosas: a) derrotas; b) nadar contra la corriente y c) fundar (he fundado, por supuesto que con otras personas más, muchas instituciones en este país, desde partidos políticos de izquierda hasta universidades y ONG's, pasando por gremios, fundaciones, círculos de discusión y hasta empresas y en todas he terminado expulsado o simplemente me largo).
Es mi destino y no me quejo. Y lo que he aprendido es que luchar contra él lo hace doloroso. Pero es precisamente esa renuncia lo que hace ético cualquier acto, cuyo sentido ya no cuenta con ninguna promesa de lucha ni de éxito. Como ven, soy lo que un joven de hoy llamaría un "perdedor", un "don me opongo" con mentalidad de "pionero". Es decir, mi destino, como el salmón que vi brincar alegremente en mi niñez, será siempre derrotarme, oponerse y crear.
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