domingo, 15 de noviembre de 2009

El Regreso de la Chica de Ipanema (IV Parte)

EL REGRESO DE LA CHICA DE IPANEMA

(IV PARTE)

Por Freddy Quezada

A Silke: cisne de cristal que interroga mi inconsciente todas las mañanas.

A alguien le dije que este seriado se parece ya a las películas de mierda de Silvester Stallone. Abuso y no es para menos. Pero lo que me fascina de esta canción es su carácter permanente para invitarme a las delicias de la vida, el sol y la carne…aún en lo momentos de mayor tristeza. ¿De dónde le vendrá tanta magia? Dicen que Frank Sinatra la cantaba. Imagino que lo hacía para irse mejorando las resacas junto a sus amigos y cómplices, Dean Martin y Sammy Davis Jr. ¡Excelente fondo para ese trío de borrachines, ninguno de los cuales ya está vivo!

Yo nunca la había tarareado en momentos de franca partida. Incluso, la canté esa vez pero con letra de otra (“Es hermoso partir sin decir adiós, serena la mirada y firme la voz”). Recuerdo que un amigo me contó que Vinicius de Morais, uno de los autores de Garota de Ipanema, después de cada pleito con sus compañeras, lo único que tomaba, al marcharse, era algo con qué limpiarse la boca. Me gustaría hacer lo mismo, le dije al amigo, después de pelearme con las mías, pero además lo haría acompañar de mi casette de bossa nova. Después de todo, son las cosas más personales que uno puede tener: un maldito cepillo de dientes y su música favorita.

Amo la vida y si la detestara, seguro que la “Chica de Ipanema” me borraría esa idea parado frente a la cantina donde la escuchase por primera vez. Y seguro que me enseñaría a decir las cosas bailando, para celebrar mis derrotas y proyectos fracasados, como hacía Zorba el Griego.

Ahora sólo pienso en pendejadas, mientras camino. Por ejemplo, una cosa que he descubierto en mi vida es la terrible fuerza que tienen los dualismos en nuestra mentalidad. Creí hasta hace poco que la cultura occidental, desde Platón, era la única que la practicaba y que gran parte de las miserias y horrores de nuestra cultura se la debíamos a ella. Pero en verdad, la fuerza del dualismo no es cultural sino semiótica.

Si, como dice Wittgenstein, el pensamiento es lenguaje, entonces también pensamos por medio de oposiciones simples. Algo que los estructuralistas y linguistas nos habían señalado para las culturas y los lenguajes, hoy debemos hacerla extensiva al pensamiento. Por eso las paradojas están más cerca del silencio que de la lógica.

El dualismo nace del lenguaje (que es el pensamiento) y no sólo de la sociedad. Es decir, está antes y no después de las culturas. Con razón es inevitable y a veces el investigador puede volverse loco si cree que no hay escapatoria. O, como hasta hace poco yo mismo creía, que se podía romper por medio del estallido, la multiplicidad, el caos y la holopraxis. Y en verdad se puede. Pero no es suficiente.

Hay otros modos de superar o evitar los dualismos. Uno de ellos es el silencio. Cosa muy vieja, descubierta y practicada por los budistas zen y demostrada (¿?) por medio de sus koan. Es la manera de entrar en contacto con el vacío y su plenitud sin misterios ni espectacularidades. Dice Hui-neng: “mientras haya un modo dualista de observar las cosas, no hay emancipación…” El secreto de disolverse está en no separar el sujeto de su objeto. Somos el todo; somos la nada.

Situaciones como esas, quizás, son las que me hacen creer que las cosas siempre están regresando porque ni siquiera se han ido. No se mueven; o lo hacen tan rápido que su vuelo se confunde con su retorno. Esa impresión es la que tenemos cuando descubrimos que la cultura nos programa a todos y por eso no somos originales en nada. Sufrimos, gozamos, somos indiferentes y aburridos del mismo modo. Sólo los pequeñísimos gestos nos significan y diferencian. La primera vez que vemos a una persona sin interés, por ejemplo, es la única vez que la conocemos de verdad. No tiene pasado ni nos interesa compartir con ella ningún proyecto. Después perderemos su autenticidad, y la nuestra con ella, por nuestras nostalgias e ilusiones. Entonces creemos conocerla mejor. No logramos reconocer que la autenticidad está en la primera vez de todo. Ese instante auroral es el único celebrable. Es combustible en sí mismo, como cuando un jugador golea, levanta los brazos al cielo, cae de rodillas y llora.

La Chica de Ipanema, vieja, gorda y amargada, regresa en las alas de un cisne de cristal para quebrarse, por el instante primero que la escuché, en el misterio de una pregunta cotidiana: ¿la amo? Sí

Es mi gratuidad que se ve recompensada sin pedirla ni buscarla. Una vez le dije a una mujer, en nuestro momento más feliz, cuando a uno se le dibuja una sonrisa idiota en el rostro como si viniese de comer postre, que el día que yo me fuera lo haría en una noche lluviosa y, al partir, levantaría el cuello de mi chaqueta negra y me alejaría silbando en la oscuridad. Cuando de verdad me marché, no hubo lluvia sino el calor más africano que alguien pueda soportar, la tal chaqueta era una camiseta blanca con más orificios que nuestra bandera y sí silbé. Pero nunca llegó a saber esa mujer, cuál era la canción; mi canción.

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