lunes, 16 de noviembre de 2009

La "esencia" de toda ética

LA “ESENCIA” DE TODA ETICA

Por Freddy Quezada

iNTRODUCCION

Las cavernas de Platón, donde los hombres vivían de espaldas a la luz, confundiendo su sombra con la realidad, se han convertido en los cines modernos, donde las mismas sombras que somos, en la oscuridad de las salas, estamos ahora frente a ella. Y ha resultado que la imagen luminosa es la que dicta cómo comportarnos. Antes eran los deberes en el reino de la igualdad, hoy es el consumo en el de la libertad. Lo que vivimos no es una “crisis de valores” sino una inversión de ellos dentro de la misma cultura. Es perfectamente natural, entonces, que se busque a un canalla y a un pillo como yo, para hablar sobre ética. Y encima se le pague por hacerlo.

Si, como dijo alguna vez Descartes, el sentido común es lo mejor repartido del mundo, con la evidencia de nuestra época, tendríamos que concluir, con tristeza, que lo peor es la ética. Ética para los gobernados, para los vencidos y para los débiles. Para los demás, los poderosos, los triunfadores, los gobernantes, significa la máxima libertad que se confunde con el éxito y la razón.

La ética siempre ha sido parte de la filosofía. Hubo una época, incluso, en que no se podía explicar más que a través de ella. En nuestros tiempos es Enmanuel Lévinas, entre otros, el que le devolvió esa centralidad perdida y la convirtió en la rama principal de la filosofía. Por ello preferimos presentar como introducción unos cortes filosóficos que permitan la inscripción de la ética en las coordenadas del pensamiento occidental.

La filosofía puede dividirse, para fines de este trabajo, en tres grandes ejes de interés para las épocas que la han vivido. Una primera que podríamos llamar la "filosofía de la naturaleza", donde lo fundamental será la pregunta de dónde venimos y de qué están hechas las cosas. Es la racionalización del mito y la cosmogonía. Los famosos primeros elementos de la filosofía presocrática (aire, fuego, tierra y agua) en sus distintas combinaciones caracterizarán a las filosofías que se preocuparán por conocer la intimidad de la materia.

Luego, a partir de Sócrates y Descartes, dominarán la "filosofía del sujeto y de la conciencia” con un conjunto de variedades que no trascenderán el papel activo del individuo o de quienes ejercerán, en nombre de la historia y de su conciencia, el papel de emancipadores de los grupos sociales oprimidos. Es un poco la respuesta a la pregunta socrática de quiénes somos (ontología) donde el sujeto será, ya con Kant, el eje alrededor del cual girará copernicamente toda la reflexión ética, estética y epistemológica.[1]

Una última rama de la filosofía, dentro de lo que podríamos llamar la duda sobre un destino ontoteleológico (Utopía) o su negación, que anuncia su aparición con el pragmatismo y el positivismo lógico, será la "filosofía del lenguaje" que es la que protagoniza hoy las grandes polémicas alrededor del pensamiento, el ser y sus categorías (sentido e identidad). Heidegger marcará el inicio de este corte. Le seguirán después Wittgenstein y los pragmáticos norteamericanos (Dewey, Austin, Searle, Pierce, Rorty, Rawls) hasta terminar con los postmodernos franceses (Lyotard, Derrida) pasando por la ética discursiva alemana de Apel y Habermas y la hermenéutica de Gadamer.

Ninguno de los tres grandes cortes ha desaparecido, ni unos han sucedido a los otros. Es sencillamente que las grandes preguntas de la filosofía han cambiado de énfasis y muy probablemente unas regresen, como ya lo hace la "filosofía de la naturaleza" en manos de los científicos con el genoma humano y la biotecnología, y otras ocupen un lugar menos definido por la combinación que efectúan.

La ética para los griegos y, en general para los clásicos, estaba muy vinculada a la política. De hecho, una polis griega sería ininteligible sin ella. La famosa Ética a Nicómaco, de Aristóteles, son como pequeños principios para gobernar al mismo tiempo que para conducirse en la vida cotidiana. Y a partir de aquí se ha inaugurado en el pensamiento occidental "el punto medio" como sabiduría de las cosas y las personas. Encontrar este punto aún hoy se considera una virtud en sí misma. Porque es la distancia perfecta que hay entre los extremos duales platónicos, generalmente equivalentes en un pensamiento circular como el griego, o equidistante en una línea recta con sus segmentos iniciales y finales delimitados.

Este "punto medio" en manos de Kant se convirtió luego en algo a priori por encima de los agentes y más allá de ellos como fruto de una voluntad autónoma y una libertad que serán los determinantes de la ley moral. Perseguirla a través de la asintótica perfectibilidad de la razón o dejarse guiar por ella se convirtió en un eje de la acción moderna europea primero y occidental después.

Las reglas del imperativo categórico uniformaron el sentido de las sociedades con valores sustantivos que luego se convertirían en el fundamento de la moral y el escenario de fondo de una racionalidad instrumental que acabaría por devorarla.

Hegel romperá las formalidades kantianas y sepultaría su ética bajo los principios de la astucia de la Razón y todo lo real como racional, reencontrándose, tal vez sin desearlo, con la concepción maquiavélica de los fines y justificando lo que después serían todos los despotismos socialistas doctrinarios.

Las personas modernas, de acción, no se interrogarían sobre los fines sino solamente sobre los medios, siendo las personas mismas, en contra del más profundo mensaje kantiano, medios como cualquier otro. La filosofía necesitó dudar, por sus propios excesos, de los fines contemporáneos para dar paso otra vez a la incertidumbre y la búsqueda de nuevas certezas.

Frente a estos riesgos y peligros se alzaría la ética del "otro/a", como rostro, de Lévinas que devolvería a la ética su asiento principal terminando por situarse, sin saberlo, como bisagra entre la ética de un deber moribundo y una ética de la alteridad naciente. Y, así, se debatiría toda la filosofía entre una resemantización levinasiana de la filosofía del sujeto en crisis y las nuevas filosofías del lenguaje que la emprenderán contra la conciencia moderna cartesiana y cogitante.

LA ETICA Y LAS CULTURAS

Los fundadores de religiones, filosofías, estados y culturas más influyentes, aún en nuestra época, son más o menos siete [2]; todos lamentablemente hombres: Sócrates, Cristo, Buda, Mahoma, Moisés, Lao Tsé y Confucio.

Sólo dos de ellos (Buda y Lao Tsé) pusieron en duda que haya sentido en las cosas, las sociedades y los hombres o que tengan alguno y haya que buscarlo. Esto los hace muy especiales a pesar que, como todas las doctrinas, esté subdividida en mil sectas y cargadas de tantos rituales que haga imposible saber si aún mantienen la frescura que les dio origen.

Las demás, cuya separación entre religión, filosofía, cultura y Estado cuentan con proporciones variables[3], tienen un sentido mayor, casi siempre único que subordina a todos los demás, y vertebra como ética toda sus cosmovisiones. La virtud en Sócrates (que se convertirá en la ousía de Platón y la hypokeimenon en Aristóteles), tanto como el sacrificio redentor, la culpa y perdón en Jesús, nos caracterizan a los occidentales.

El respeto por los antepasados, la armonía, la obediencia y la moderación en el gobierno de los hombres y las cosas lo es en Confucio. Moisés y Mahoma, hijos de la religión monoteísta abrahámica (así como Jesús) parten del supuesto que nos aguarda un destino y un gran juicio al final de la aventura humana.

El sentido es la base de la ética en todas ellas. Dentro de la cultura occidental, esta manera de llevar la ética se romperá con Maquiavelo quien denuncia sus inconsecuencias y mascaradas pero llamará a adorar a los nacientes Estados-- Naciones y, no por presentar al poder en su desnudez, serán más compasivas sus leyes.

La política moderna será la primera que derrotará el complejo de culpa y todos los malestares éticos se les dejará en exclusiva a los gobernados. Descubierto el mecanismo, inmediatamente se le recubrirá con los sucedáneos del cielo: progreso y desarrollo. A partir de ellos, Occidente, en efecto, conquistará materialmente el mundo; Oriente, por el contrario, empezará calladamente a ocupar su espíritu.

LA ETICA DEL DEBER

La ética del deber clásico y moderno señalan como referentes fuertes a Aristóteles y Kant. De Aristóteles aprendimos que todas la cosas tienden hacia el justo medio que es la virtud en sí misma y que no es tarea fácil reconocerla. La mesura y la prudencia sería tenida como la mayor virtud de los gobernantes y deseable como ética. "La virtud es punto medio entre dos estados viciosos: uno en el sentido de exceso y otro en el sentido de defecto" (Aristóteles, 1972: 195)

El estoicismo será la bisagra entre los griegos postaristotélicos, alejandrinos, y los romanos clásicos que prepararán las bases de la igualdad, a partir de la razón y la bondad, que todos compartimos. Cicerón dirá “nada es tan igual, tan semejante a otra cosa, como cada uno de nosotros a los demás”.

Con Kant, se logrará separar, por medio de la observancia de varias reglas y principios a priori, el deber ser, de una necesidad inevitable derivable de leyes de la Razón Pura. Los actos, por muy cargados que fueran de sentido, sólo eran moralmente obligatorios en virtud de un imperativo y las razones de efectuarlos eran las del deber por el deber mismo. "!Deber! Nombre sublime y grande, tú que no encierras nada amable que lleve consigo insinuante lisonja, sino que pides sumisión, sin amenazar" (Kant, 1985: 126).

Se estaba seguro de hacer algo por un principio, recompensable en sí mismo, que todos compartíamos y que, fuera de las leyes naturales, nos obligaba a perseguirlo sin importar las consecuencias derivables. "Obra de tal modo, que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal" (íbid: 50). Tolstoi llegó a decir una vez que los científicos no podían enseñar a comportarnos ante los dilemas de la vida. Principio sencillo que terminaba de separar la ciencia de la moral y estas del arte. Reinos que guardarían su independencia en armonía como, en la política, los poderes del Estado.

Con Hobbes y Rousseau, los contractualistas modernos, se abrió la pregunta que atormentó a Europa durante un par de siglos y que fue el meollo de la ética moderna. ¿Somos malos o somos buenos? Como se sabe, para Rousseau, siguiendo a los griegos, los hombres teníamos una naturaleza bondadosa cuyos defectos eran corregibles con la educación. Hobbes, desde el lado opuesto, siguiendo a los cristianos, creyó en una perversidad original mediatizable por un Estado que nos alejara de nuestras inclinaciones naturales de pecadores.

La forma en que Hegel y Marx la resolvieron, puso fin a esta discusión durante la última parte del siglo XIX y casi todo el siglo XX. La resolvieron por medio de la acción de la Historia como naturaleza humana y la expulsaron del interior de los hombres para situarla al final de los tiempos en una filosofía teleológica donde se reconciliarían todo lo bueno y malo que fuimos para ser redimidos en el tribunal más alto de la Razón: la Historia.

Así, la naturaleza sólo había sido desplazada en el tiempo. Esta lógica expondría a los hombres a los accidentes de las fuerzas históricas y los convertiría más tarde en instrumentos de campos de fuerzas prometeicas pasando a segundo plano la naturaleza de las acciones humanas desde el imperativo categórico de Kant.

La idea que uno respondía a leyes históricas, anulaba la incertidumbre de nuestros actos y le retiraba su carácter de aventura, en un caso, y de deber formal, en otro. La ética se relativizó por obra de las circunstancias históricas. Y el máximo objetivo de los revolucionarios se convirtió en el disciplinador de los demás. El deber formal fue sustituido por el deber histórico. El liberalismo kantiano sólo cedía su sitio, dentro del mismo reino del deber, al marxismo hegeliano de la necesidad histórica y de aquel grito de guerra del Prometeo de Tréveris, efectuado antes por sus antepasados bárbaros de la Germania: "sólo se puede beber el néctar de los dioses en el cráneo de nuestros enemigos muertos".

La ética es lo único íntegro que la modernidad recibió de la cristiandad helenizada de Europa. Lo demás fue puesto en duda, primero, y derribado después.

La modernidad no pudo llenar esa parte vacía con algo estrictamente nuevo, como sí lo hizo con la ciencia y la tecnología. Es decir, la modernidad nunca ha tenido ética, si no que es la cristiana secularizada que les dio Kant. Weber le llamará racionalismo sustantivo, otros le llamarán valores culturales de Occidente, otros simplemente deber.

El sentido clásico moderno es la ética, arrastrada por la modernidad desde los cristianos y, por eso, al sustituirlo el racionalismo instrumental, la eficacia del poder y del mercado, la gente vuelve a sufrir un vacío (es el desencantamiento segundo, es decir, la secularización de la secularización) que las hace buscar las espiritualidades alternativas, generalmente no occidentales. Así, Oriente (ese concepto inventado por Occidente mismo) regresa después de haber sido expulsado al mismo punto de donde no debió salir nunca.

Lo “otro” que creó la modernidad, difícilmente denominable ética, fue la eficacia propia del racionalismo instrumental del mercado, de la técnica y de la política maquiavélica.

El sentido, sustantivo o eficaz, no importa, sigue siendo una herencia judeocristiana y grecorromana. Es difícil, casi imposible, escapar a la propia cultura. Por eso el sentido, lo más fuerte de nuestra cultura, se lo debemos a lo más viejo, el pasado. El futuro que queremos ver no es más que lo que ya vimos en nuestras religiones, llámese hoy Dios, comunismo, éxito, mercado, deseos cumplidos o por cumplir.

La verdadera ética moderna en general es la acción para resolver problemas tenidos por fundamentales y hasta obligatorios moralmente. Desde que una cultura le asigna sentido al sufrimiento y al dolor de los demás, es inevitable que un grupo que se autodefina como el más consciente, se vea obligado a redimir a los sufrientes y a castigar a los responsables de la injusticia. Cuando estas causas triunfan se abren procesos de obediencia en forma de deberes seculares a reglas escritas. Es la moralización de los medios para obtener un fin. Pero, siempre hay una contradicción entre este principio y la eficacia. Weber le llamó una vez a esto la moral del convencido y la moral del responsable. Kierkegaard, Camus, Sartre y muchos otros se han visto desgarrados por esta elección.

¿La ética no es el puente de todos ellos para mantener su reclamo y su ausencia? No son sus reclamos la mayor prueba de sus complicidades en el desastre que provocan los lamentos de quienes la buscan sin saber que, con ello, sostienen el sistema?

Más claro: ¿no es el consejero moral el primero en traicionar sus consejos para seguirlos brindando? ¿Pero no es necesaria esta traición para buscarla y repetir todo siempre? Alguien que sigue o respeta una norma ¿por qué tiene que explicarla o transmitirla si, precisamente, al hacerlo, se le pervierte? Los demás no existen, somos nosotros.

Es como el truco que usan los taoístas con el símbolo del yin yan. A primera vista hay una diferencia separada por una línea que serpentea el círculo. Hay un puntito negro en todo lo blanco y uno blanco en todo lo negro, pero no hay diferencias en ambos lados, a menos que sean de cantidad y, aún así, basta rascar un poquito debajo de los puntitos para encontrarse, a magnitud deseada, con el tamaño del otro. ¿Así que, si ambos están en ambos lados, cuál es la diferencia sino una ilusión, que hay que presentarla para destruirla?[4]

Modernamente Castoriadis (1988) ha dicho que el sentido es construido e instituido por uno mismo (autopoiesis) y que la sola conciencia de ese poder nos debe curar de la trascendencia de los imaginarios para mantener una actitud constructiva pero sin ilusiones; revolucionaria pero sin iconos; activa pero sin metas trascendentales; con un sentido humano en marcha pero descentrado; en pos de una praxis pero sin certezas; lúcidos pero sin alternativas. Este hombre nos invita, por una vez, a morir en un desamparo digno, en efecto, pero terrible, visto que -- como decía Cioran – siempre hemos muerto por una quimera, pero jamás por una verdad. Dos hombres, antes que él, nos habían enseñado algo parecido en el terreno de esta ética creadora: “ ‘Más allá del bien y del mal’: tal es, tanto en Nietzsche como en Artaud, la fórmula de la ética de la crueldad” (Dumoulié, 1996:31).

En mi opinión, el gran problema de la ética es que separa el acto del juicio. La reflexión, que no es más que la memoria dialogando consigo misma, construye una imagen de las situaciones que se separa del acto único y singular que la originó y lo ata dentro de una repetición que los demás tienen que seguir para mantener la brecha que se quiere cerrar.

Es la diferencia entre el ser (sein) y el deber ser (ein Sollen). ¿No es absurdo invitar a algo que jamás alcanzaremos, siendo lo más cuerdo y lógico renunciar desde el comienzo a ello? ¿Por qué tenemos que correr detrás de algo que siempre se correrá más allá, como la zanahoria cuando la quiere morder el burro desde la rueda del molino?

No hay que ser conservador o realista político para aconsejar, con la misma lógica impecable que nos recomiendan los sabios, que lo mejor es detenerse para no seguir buscando lo que ya tenemos y empleamos para hacerlo: la virtud. Como aquel cuento peregrino de García Márquez donde un padre, buscando la canonización del cadáver incorruptible de su hija ante las autoridades del Vaticano, jamás supo que el santo, por el enorme empeño puesto en el asunto, siempre fue él.

LA ETICA DEL PODER

Simultáneamente con la ética helena cristianizada por los primeros intelectuales de la Iglesia, se fue haciendo dominante una suerte de juego mortal entre los Papas y los Príncipes de los pequeños feudos europeos de la Alta Edad Media. Este tejido cobraría a los ojos de su mayor observador, Maquiavelo, una independencia cuyo gran mérito descansa en haber sacrificado o desenmascarado el bajo peso de la ética en los asuntos públicos.

La ética del poder del naciente Estado-Nación con Maquiavelo, anunció la separación de la moral y la política. La ética pasó a ser una discurso entre otros para aspirar al poder por el poder mismo, la máxima fuente de gratificaciones de los profesionales de la nueva ciencia o el nuevo arte. La estrategia se separó al mismo tiempo de los valores que se encasquetó en la punta de las bayonetas para desmoralizar al enemigo y moralizar a los propios. ¿Recuerdan a George C. Scott, haciendo de General Patton, con una bandera gigantesca de EEUU de fondo, cuando dice que “el deber de un soldado no es morir por la patria, sino hacer morir al otro hijo de perra por la suya”?

Es hasta con Foucault, siguiendo a Nietzsche, que la “ética” del poder panóptico (tecnologías del yo) se empieza a estudiar con sus propios instrumentos, extraídos de los más fríos de sus cinismos, carentes de juicios morales y científicos y que, desde el discurso, serán presentados como “efectos de verdad”, sin importar los códigos científicos que intervengan para declarar la moral de un discurso en cualquier sentido. La disciplina del cuerpo, la lógica de los encierros y el control empezó a señalarse como los determinantes claves de una voluntad del poder que generaba por todo el tejido social una microfísica reactiva que hacía del poder el eje de todas las operaciones sociales.

La ética desaparece de estos horizontes y se convierte en una herramienta más en manos de los grupos en lucha que ya no solamente se reducirán a la política, como con Maquiavelo, sino que alcanzarán también a la ciencia.

A diferencia de Marx, que derivaba sus éticas de unas leyes históricas ineluctables, Foucault no promete reconciliaciones de esencias en las que, por lo demás, no cree, con unas existencias vagabundas expuestas a las estrategias de los poderes en enfrentamiento permanente.

El ethos al ser rebajada a techné sufrirá a partir de Maquiavelo un reacomodamiento como discurso (que descubrirá Foucault) en manos de la política, primero, y del mercado, después. Qué lejos estas realidades de los consejos que aún algunos autores brindan a los jóvenes. Fernando Savater (2001: 107) le explica a su hijo, en el manual de ética que le dedica, por qué, en las películas de vaquero, el héroe nunca dispara al villano por la espalda, a pesar que bien podría hacerlo. Y le dice, más o menos, invitando a seguirlo, porque ha elegido ser “bueno”.

Los dirigentes políticos de las grandes potencias como Lenin, Hitler, Stalin, Churchill, Roosevelt y sus réplicas menores en los demás países, ya en el siglo XX, pusieron a prueba y demostraron, no importando el signo ideológico, de lo que podía ser capaz la clase política en sus juegos mortales que sólo vacilaría ante el fruto de sus excesos con la guerra nuclear donde, por una vez, se tuvo conciencia de que el medio, convertido en fin, podía acabar con todos: gobernantes y gobernados.

Mientras tanto, las dictaduras latinoamericanas, tanto las brutales de las décadas 30 y 40, así como la de los 70, siguiendo a sus mentores metropolitanos, forjaron un discurso con la doctrina de seguridad nacional que justificaba sus crímenes.

A estas arbitrariedades se les respondió con actividades revolucionarias que, en términos de ética, se tradujo en el liberacionismo de algunos teólogos latinoamericanos o afines a ellos (Dussel, 1973; Hinkelammert, 1984; Hopenhayn, 1994).

Después del descrédito de los relatos emancipatorios, se moverían erráticamente entre un pastiche postmoderno (Hopenhayn, 2000), rechazado la víspera por reaccionario, y un postoccidentalismo imberbe (Dussel, 2000) siguiendo los pasos postcoloniales de Bahba, Spivak y Said, no sin antes vacilar en el empleo de su arsenal hermenéutico, efectuado para interpretar los testimonios sencillos de los nuevos sujetos a redimir, sepultándolos en germanismos absurdos (Dussel, 1996).

Quizás sea meritorio reconocer que, dentro de estos cambios espectaculares, Hinkelammert (2001: 41-55) sea el único que haya guardado la continuidad de su posición original profundizando sus críticas a un postmodernismo destructor que lo único que busca, según él, es ser destruido.

Podemos decir, por todo lo anterior, que la ética política nunca ha existido. Antes se le enmascaró con un discurso y hoy, sin máscaras, asesina, cínica y corrupta, se le quiere volver a cubrir el rostro. Hay que impedirlo para que el asomo de ese rostro sin piel, con sus vasitos rojos y azules, se mantenga ofrecido en su sanguinolencia a las generaciones presentes y los aterrorice hasta el grado de renunciar a ella. Hay que mantener a la política como es. No devolverle ningún reencantamiento que le permita iniciar otro vez el círculo. [5] Mantener ese horror, enseñando a la muchedumbre reunida la cabeza de la medusa, es lo que explica, tal vez, la popularidad de los "post" (modernos, coloniales y occidentales)[6].

No va mal nuestra época, ni se equivoca nuestra juventud, en señalar la política como un recurso del poder para hacer lo inimaginable. La ética, sin apellido de épocas, y la democracia, se encuentran en el terreno de los valores, sea en el de los deberes para con los demás o en el respeto de la diferencia. Pero estos hilos ¿la atan o la aseguran?

La democracia es el reparto del poder entre las clases medias, ilustradas e ilusas, en nombre del pueblo y de unas mayorías que están totalmente entregadas al mercado, en los pocos casos que logran integrarse, y al consumo, en los muchos, aunque sea como testigos excluidos desde la televisión o las radios, compartiendo símbolos, imágenes, signos y relatos deseables.

LA ETICA DEL DERECHO

La ética de la diferencia llega con el postmodernismo y el fin de las tiranías de los universales. Se niega el reino de los fines por el descrédito de los metarrelatos emancipadores y se libera el reclamo de miríadas de grupos sociales de todo tipo uniformados anteriormente por ellos. "Se sabe que a los ojos de la moral ideal, el yo no tiene derechos, sólo deberes: la cultura posmoralista trabaja manifiestamente en sentido contrario, incrementa la legitimidad de los derechos subjetivos...más derechos para nosotros, ninguna obligación de dedicarse a los demás" (Lipovetsky, 1990:131-2). El derecho, como reino, empieza a liberarse de las cadenas impuestas por las narrativas modernas (y rivales) de alcance planetario y humano y se celebra la diferencia como una fiesta. Lipovetsky, crítico serio de esta ética a la cârte, propone regresar a la virtud aristotélica con una "ética inteligente, de una ética aristotélica de la prudencia orientada hacia la búsqueda del justo medio" (Lipovetsky, 1990:215).

La ética del derecho incluye, sobre todo, el derecho a equivocarse y a cambiar de opinión, que empieza a agrietar el modelo severo del deber kantiano, donde nadie tenía el derecho de actuar mal, y poner a la defensiva al poder, para responder a las exigencias de los nuevos grupos emergentes que reclamaban respeto y ampliación de los viejos derechos y creación de otros nuevos. Es el concepto bobbiano de democracia como la fuerza de una debilidad.

Mientras la ética de esta corriente mantuvo su desmigajamiento y dejó la elección en manos de un relativismo cultural muy parecido al de algunas corrientes antropológicas (Olivé, 1997) se desarrolló mucho su dominio en Europa, EEUU y varios países "lentos" a partir de la “differance”.

Es con el postcolonialismo, una corriente que incorporará en su discurso elementos claves del postmodernismo, pero impulsado por pensadores nacidos y arraigados en países periféricos, aunque educados en Universidades europeas y norteamericanas, que se pondrá en duda la pertinencia de cierto "aire" eurocéntrico y metropolitano que los postmodernos decretan sobre la ética de los microrrelatos propuestos por Lyotard.

Los postcoloniales reconocen los derechos de la diferencia, pero también los peligros que encierra de "ghettización" y xenofobia en contextos de poder entre países y culturas, así como la justificación de mantener el aislamiento de grupos sociales diversos en esencias eternas e inmóviles, definidos por el poder cultural de los colonizadores. Así está desarrollándose, en estos momentos, lo que podríamos denominar, a riesgo de parecer ridículos, "la diferencia de la diferencia".

Los postoccidentales, por su parte, sólo le están sumando a esta polémica, el papel que las viejas potencias europeas ibéricas (España y Portugal), y luego EEUU, desempeñaron y desempeñan aún en la construcción de los imaginarios latinoamericanos, siguiendo, al parecer con bajo vuelo crítico, lo que dicen los postcoloniales del papel del Reino Unido y la Commonwealth anglófona.

Todas estas corrientes "post" y la polémica que mantienen entre ellas,[7] giran alrededor de paradigmas para comprender sus propias situaciones e imaginarios, sin que tales lecturas propongan o planteen asuntos éticos fuera de los que se derivan de los discursos cuestionados dentro de ópticas de poder. Así, por ejemplo, los postmodernos se pueden dar el lujo de olvidar o rechazar sus metarrelatos, porque tienen resueltos sus asuntos socioeconómicos, y lo que es bueno para ellos, no necesariamente es bueno para los que colonizaron (Lander, 1998: 91).

Del mismo modo, los postoccidentales cuestionan la mezquindad de los postcoloniales por no incorporar a los latinoamericanos como subalternos del sistema, circunscribiendo el examen a las ex -- colonias británicas y las grandes culturas que aún subsisten en ellas (Coronil, 2000: 87-111).

LA ETICA Y LA DEMOCRACIA

La manera de enfocar las cosas tal como las he venido sosteniendo, probablemente me venga de una vieja lectura que Isaac Deutscher hace de los procesos de Moscú que se efectuaron en la URSS stalinista de los 30. En ellos, trotskiystas y bujarinistas cuando eran interrogados por el fiscal Vishinski sobre si eran espías y traidores de la causa del proletariado mundial y de la patria soviética, todos respondían, “somos más que eso”.

Siempre me pareció que lo hacían a partir de que al absurdo, se lo podía combatir con más absurdo todavía. Quizás por eso no murieron con la dignidad mártir, simple y opuesta, de los cristianos en la Roma Imperial; quizás, por ello, hayan usado esa lógica de la desesperación, propia del racionalismo en su máximo punto de fiebre, apelando a la incredulidad de la opinión mundial, al mismo tiempo que la ironía.

Tal vez tenga que ver, en todo esto, el misterio de aquella frase de Camus (1956: 76) entre la democracia y la ética donde confesaba que “cuando todos seamos culpables se logrará la democracia”. Sólo es legible si se parte del principio que al ser todos culpables nadie lo es, porque desaparecen los inocentes al desaparecer sus contrarios.

O, al menos, si soy indulgente con el otro (que es lo mejor de mí) y durísimo conmigo mismo, dispondré de una libertad que me permitirá reír y adelantarme a un juicio condenatorio de los demás que siempre llegará tarde y se deshará. En el pecado, entonces, estará la penitencia.

Pero, si esto es cierto, tendríamos un gobierno frágil y vulnerable basado sobre la sinceridad de casi todos, rota por el primero que se crea inocente y alegue el favor de los dioses de turno para ejercer un poder en nombre de ellos. ¿No nació así todo?

La democracia es un conjunto de reglas y procedimientos, fruto de una cultura previa, no una sustancia ni un destino, cuyo cultivo supone un consenso entre amplias capas dirigentes y medias. Así como el álgebra no se comprende enteramente fuera de la religión islámica, la lógica fuera de la metafísica griega y la modernidad fuera de la cultura europea, así la democracia no puede imponerse a imagen y semejanza de su cuna y creadores corriendo el riesgo de pervertirse o de producir mixturas e hibrideces sorprendentes.[8] ¿Democracia en un país analfabeto? ¿Democracia en un país caudillista, autoritario, agrario, desestructurado y oral? ¿Una ética podrá unir todas esas cosas como un tegumento de valores que cohesione, dote de sentido y coherentice programas de modernización? ¿Quién lo puede hacer?

La ética de la globalización ha hecho del consumo un nuevo imperativo categórico pero en vez de ser “coactivo” se presenta como decisión electiva y nos llega con una sensación de libertad reconfortante, como un anuncio de sodas y autos. Mientras la resistencia a ello supone una ética de lucha que defienda identidades amenazadas en el sentido que parece proponer Bauman (1999).

Tal vez esta situación explique esa necesidad de héroes culturales y de valores que reclaman nuestras culturas vencidas y nuestros jóvenes que vienen del aburrimiento que causa el desierto de ellos.[9]

Para funcionar, la democracia tiene que volverse antes en un sentido común y que los sectores sociales líderes de opinión, tanto como las clases medias, hagan ver en ella una salida natural a la solución de los conflictos. Pero, en realidad, la democracia es ya un conflicto y no el fruto de ellos, como se cree. Su propósito no es solucionar conflictos sino evitarlos. Probablemente su fuerza le venga de esta debilidad y lo que triunfa, a pesar de ella, sea esto. ¿Hay que recordar que fue la Democracia la que ejecutó a Sócrates y no la Tiranía?

Los demás sectores pueden o no creer en ella, pero es necesario y suficiente que los sectores que cuentan con los accesos a los medios de comunicación, al poder, a la riqueza y a la sabiduría que sirven, los “arrastren” en el sentido más sano de la expresión.

La democracia no es más que una ilusión para ilustrados que piensan como los profesores de las escuelas y universidades donde se educaron. Algo de lo que yo tampoco puedo escapar. Creemos que las contradicciones entre los grupos sociales se resuelven dialogando en un situación de profundas desigualdades sociales donde la violencia es inevitable y cotidiana.

Los diálogos amables no resuelven la violencia, la postergan en países y situaciones donde los valores no cubren a la mayoría de las capas medias y las élites políticas que obran en su nombre cuelgan en un vacío hostil.

La situación se vuelve tan trágica como divertida. Mientras unos llaman a restaurar unos viejos valores que jamás se han puesto en práctica, otros llaman a dejarlos correr en contextos extraños que no producirán los resultados que se esperan.

Entre regresar de donde no hemos venido y equivocarnos al seguir adelante esperando algo que no se puede obtener, emerge la realidad cruda y sin discurso que son nuestras sociedades.

La ética moderna y postmoderna no son más que los deberes y los derechos de las sociedades enmascaradas ambas por el poder. En el deber se confiscan o se subordinan a él casi todos los derechos en nombre de la tiranía de los universales y en el derecho se olvidan o debilitan casi todos los deberes en nombre de una diferencia sin puentes de referencias universales entre unos y otros.

Es la sociedad de los iguales ayer, aunque haya sido falso, y de los diferentes, ahora, aunque sea injusto. Los unos por opresores, los otros por explotadores. No hay término medio entre dos extremos iguales. No son como el exceso y el defecto de los que habla Aristóteles en su Ética. Tiene que ser algo ex - céntrico.

¿Qué cosa es estar, por lo demás, fuera de un círculo? ¿Cómo se puede romper? ¿Recorriéndolo sin convicción? ¿Riéndose de él? ¿Iniciando otro que sería el mismo? ¿Reconociéndonos como el círculo que condenamos? Este último paso ¿nos ayudará a disolver los dilemas?

La promoción de los valores no son para los demás, ni para mañana, sino para uno mismo y para hoy. Para uno mismo porque en uno está el "otro" y el "todo" (Morin, 2002). Y el problema de la acción a como puede resolverse es siendo ético desde uno, sin exigirlo para los demás, porque ya lo somos. Pero al serlo, tiene que desaparecer la conciencia que necesitamos para llegar a ella.

El olvido de uno mismo, como en los éxtasis, lo obtenemos al final, porque ya estaba al inicio. El círculo se recorre, en efecto, pero en vez de repetirlo se hace para esfumarlo por medio del olvido.

Es como una anámnesis socrática pero al revés: en vez de saber algo que ya habíamos olvidado, es olvidar todo lo que nos habían enseñado. El primero es el círculo de la memoria y la cultura, el segundo el de la vida tal como es, sin sueños ni nostalgias.

Lo primero que destruye todo discurso es lo que recomienda. Es imposible seguir los consejos que uno misma brinda. Callar tampoco es una garantía que resuelva las cosas. Hacerlas en silencio es como no hacerlas. Puede ser una posibilidad, pero no tiene sentido en nuestra cultura, y en nuestra época, hacer una cosa y no decirla. Por eso este tipo de cosas va contra el poder de los media. Viaja hacia adentro hasta destruir toda noción de alteridad, eliminando una comunicación que no necesitamos para convencernos.

Pero, ¿existe el deber? ¿No es un recurso del poderoso o del que pretende serlo? ¿El deber no es la moral de los débiles? ¿Y el derecho, no es el de los fuertes? Ambos, uno y otro, ¿son lo mismo? Se hacen llamados a la ética sólo donde no la hay, porque los poderosos están débiles y los débiles están sin norte.

La vieja fórmula de educar a los niños sobre nuevos valores es ineficaz. El poder que tienen los medios es demasiado fuerte para que la familia y la escuela los venzan.[10]

· De qué ética se le puede hablar a una representación política que cuenta con la fuerza del número (ciudadanos) sólo cada cuatro o seis años, controlando y dividiendo todas esas fuerzas para que los poderes sean más eficaces en eliminar enemigos, neutralizar vacilantes y ganarse aliados, mientras los electos se liberan de brindar cuentas y explicaciones a quien no las pide por aburrimiento, asco, indiferencia, desencanto y escepticismo.

· De qué ética se le puede hablar a un mercado que sólo cuenta con la fuerza del número (consumidores) para calcular sus ganancias y operar con rentabilidades mayores en menos tiempo y al menor costo.

· De qué ética se le puede hablar a unos medios de comunicación que sólo cuentan con la fuerza del número (público) para colocar historias, relatos e imágenes que fortalecen el sentido de nuestra cultura de deseos y éxitos?

· De qué ética pueden hablar unos movimientos sociales fragmentados que creen en la fuerza del número (sociedad civil) pero que inmediatamente la debilitan al poner por encima sus diferencias e identidades llevándolos a ignorarse entre ellos cuando no a oponerse o coordinarse débilmente?

La ética política ¿para qué sirve? Para hacer mejores ciudadanos o, sin ella, ¿ya son mejores consumidores? ¿Se puede cooperar y competir al mismo tiempo? Ese descubrimiento, que el guionista de "Mentes Brillantes", para los que vieron la película, hace figurar como la gran idea original de John Nash que, creyendo corregir a Adam Smith, no hace más que rebajar a Marx con la teoría social del mercado, popularizada en nuestros días por las variedades suaves de la socialdemocracia, ¿es practicable y posible? ¿La nueva ética política no debe ser un regreso a la polis sino al mercado? ¿Es todo lo que puede ofrecer la democracia? ¿Cicuta?

A MODO DE PROVOCACIÓN

  • La esencia de toda ética es la de ser traicionada.

  • La religión, como cuna del sentido y de la ética, amenaza con regresar desde donde nació: oriente. La ecuación circular, desde la cultura occidental, que parece describir todo esto es: religión Þ filosofía Þ ciencia Þ técnica Þ espiritualidad Þ religión

  • Para que haya una ética cualquiera tienen que haber “otros/as”. No hay otros; somos nosotros.

  • La ética del deber es falsa; la del derecho, injusta. La única ética que es real, como tributo a un contrasentido, es la del poder.

  • Los derechos son el medio más seductor para obtener el poder y los deberes el más eficaz para mantenerlo.

  • La ética del poder se disuelve y desaparece en el objeto mismo.

  • Lo “otro” de la ética del poder, emerge cuando el ser, al fundirse con su deber ser, desaparece como uno y como otro, disolviéndose y despareciendo también pero, esta vez, arrastrando al sujeto mismo.

  • La democracia es una ética discursiva de poderes rivales débiles que se disputan la magia del número.

  • La mejor ética es la que no puede decirse.

BIBLIOGRAFÍA

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[1] De hecho, hay una corriente en la discusión ética actual que está invitando de nuevo a Aristóteles a la polémica de nuestros tiempos entre libertarios y comunitaristas. Se trata de Alasdair MacIntyre (1987) y su obra reciente Tras la Virtud.

[2] No sé por qué me los imagino como aquellos vaqueros bribones y granujas encabezados por Yul Brinner en “Los Siete Magníficos”.

[3] En la cultura occidental están muy separadas la religión, la filosofía, la ciencia y la técnica. En una lectura simple y brutal podríamos decir que las primeras han sido las madres de las siguientes. En las otras culturas están muy unidas y a veces son indistinguibles del Estado. Así, también, estaban las grandes culturas precolombinas antes de la llegada de los europeos, sin que quiera decir, por ello, que estaban "atrasadas". Aún resuenan entre nosotros aquellas preguntas graves que el Cacique Nicarao, “bárbaro y semidesnudo”, hacía para “espanto” de los conquistadores castellanos.

[4] Jorge Luis Borges en “El Jardín de los senderos que se bifurcan” recuerda aquel libro famoso del emperador chino que diseñó el jardín y donde todo era contradictorio y absurdo. Un personaje muerto, por ejemplo, aparecía vivo en el siguiente capítulo, y así sucesivamente, haciendo ilegible toda la obra. Había que descubrir en el libro, que todos los personajes eran uno solo y que el tiempo no es más que espacio con todas las probabilidades en su seno. Es decir, yo soy el otro, no mañana, sino hoy y aquí, siempre. Algo parecido sostiene la tradición hinduista al manifestar que Visnú, Shiva y Krishna son Brahman.

[5] Es lo que parece buscar Savater (2001: 156) con la ética que le dedica a su hijo. Este autor, a mi parecer, es de los extraños casos en que el discípulo no supera al maestro sin, por ello, perder su talento. Este pupilo de Cioran, que lo traiciona donde más le hubiese dolido al filósofo rumano, con un tratado de ética, quiere convencernos de nuevo sobre la bondad de la política dentro de la más pura tradición aristotélica: “No hagas caso de quienes te digan que el mundo es políticamente invivible, que está peor que nunca, que nadie puede pretender llevar una buena vida (éticamente hablando) en una situación tan injusta, violenta y aberrante como la que vivimos”.

[6] Todos envueltos en los cinco tropos escépticos de Enesidemo, Sexto Empírico y Agrippa que permiten ser fácilmente rebatidos por sus adversarios dialécticos, racionales y positivistas con el viejo truco de la autorreferencialidad, como han hecho, en contra de los postmodernos, Habermas (1989), Jameson (1998), Sokal (1999); en contra de los postcoloniales, Wallerstein (1995), Amín (1998) y Balibar (1997); en contra de los postoccidentales, Larraín (1996), Bunge (1996) y Otero (1999) y contra los culturalistas, Reynoso (2000). Los tropos son: a) la relatividad hace discutible todo principio; b) la regresión infinita de todo principio evidencia el carácter arbitrario y autoritario de todo fundamento; c) los juicios son válidos siempre para alguien, pero no para todos; d) toda premisa tiene un carácter de hipótesis por su provisionalidad y e) el dialelo, aquello que se emplea para demostrar, dándolo por probado, cuando es lo que precisamente hay que demostrar. Cuando un autor usa los argumentos del adversario para criticarlo, es decir se los devuelve para que se los aplique así mismo, están ocurriendo dos cosas simultáneamente: a) el crítico está aceptando que lo que dice su adversario es cierto al usar sus conceptos; b) al aplicar al otro sus propios argumentos, el crítico tiene que aceptar también aplicárselos así mismo en una segunda vuelta. Estas dos opciones tienen a su vez dos consecuencias graves: a) en el primer caso, si un observador ingenuo no lo atiende, puede que el crítico deje un aire de ganador que es más bien el del adversario y b) en el segundo caso, lo lógico es que el crítico se calle porque de lo contrario demuestra ser un huérfano con pulsiones de poder, voluntad de dominio y deseos de triunfar, que descarga con el más impúdico de los cinismos.

[7] Véase, por ejemplo, la antología de Fischer y Retzer (1997), para los postmodernos, la no menos enjundiosa de Williams and Chrisman (1994), para los postcoloniales y la reciente de Castro y Mendieta (1998) para los postoccidentales.

[8] Poco se sabe que la primera revolución y la más radical de América Latina haya tenido lugar en Haití, a comienzos del siglo XIX, con la rebelión de esclavos negros enarbolando los principios de la recién inaugurada revolución francesa de 1789. Principios que también enarbolaron sus enemigos colonialistas para aplastarla. Es escandalosa la complicidad y el silencio que hay sobre este asunto entre blancos y mestizos (revolucionarios o no) latinoamericanos.

[9] Ahora los chicos y las chicas canturrean con nostalgia “si pudiera ser tu héroe” cuando hace apenas pocos años sus hermanos y hermanas mayores, dentro del nihilismo general, acompañaban a Tina Turner en aquel grito guerrero de Mad Max: “we don´t need another hero”.

[10] Como se sabe la televisión y el cine le hablan siempre al más atrasado, al contrario de la imprenta, que busca de preferencia al lector adelantado y que la escuela coloca en niveles. Sus punto de poder por eso son diferentes. Un programa, aún de Discovery Channel enseñando la teoría de la relatividad, tiene que comprenderlo tanto un niño como un adulto. Leer, por el contrario, la teoría de la relatividad del propio autor es otra cosa. Aquella, iguala en medio de culturas reactivas y esta, diferencia en medio de la tiranía de los universales. Lo que aquel gana en auditorio, perdiendo una profundidad que su propio formato lo impide, esta pierde en cantidad cada vez más Así, el número (ese factor que fascinaba a Aristóteles en su libro III para explicar la democracia) ha pasado a ser clave en todos los órdenes.

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