domingo, 15 de noviembre de 2009

El último de los males

EL ULTIMO DE LOS MALES

Por Freddy Quezada

Para Erick Aguirre, a quien mucho estimo.

Cuando el cristianismo estuvo a la defensiva durante el ataque darwinista, un tal Dr. Lightfoot, funcionario de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en su desesperación por defender la Biblia, expresó que un estudio cuidadoso del Génesis nos demostraría que el hombre nació en el Paraíso a las 9 a.m. del 23 de Octubre del año 4004, antes de Cristo. Omitió decir que, quizás después del almuerzo, durante la siesta, como a las 2 p.m. haya nacido Eva. Hoy podríamos pensar que en el año 2004 de nuestra era, el hombre, como género, tendrá 6,000 años. Una edad, ciertamente, en la que ya no se puede corretear a las chicas, ni impresionarlas con una dentadura que se ha prohibido sonrisas; una edad en la cual, el ser humano todavía no se ha privado de la mala costumbre de hacerse la guerra y, sobre todo, tener esperanzas. Esta última señora tiene que defenderse, en nuestros días, como la religión frente a la ciencia en el siglo XIX: inventándose detalles absurdos, con la precisión del asediado, ante el nihilismo de nuestros tiempos.

El último de los males para los griegos, la esperanza, se convirtió en la primera de las bondades, para los cristianos. Las otras dos, fe y caridad, que componen las tres virtudes teologales, también han tenido sus traducciones modernas como dogma y solidaridad. Cuento tal inversión de enfoque acerca de la esperanza, porque quiero salir al paso de la objeción ligera que se me atribuye por mi severidad con ella.

Como se sabe, Zeus envió dentro de la caja de Pandora, la esperanza, la misma que Prometeo “hizo habitar ciegamente entre nosotros” para “dejar de mirar con terror la muerte”, como lo hace decir Esquilo. Era el último de los males, en lo que parecería más una complicidad entre dioses para castigar a los seres humanos, que el escarmiento de un dios hacia el otro. Su gran encanto fue no haber salido nunca de la caja de horrores como lo hicieron las otras calamidades. Tener a la esperanza como el mayor de los males, precisamente por parecer lo contrario, pues, era muy griego. En manos del cristianismo, y del racionalismo después, este recurso dio origen a otros tres valores centrales de la modernidad: la pasión por el cambio (que vuelve a lo mismo), la fascinación por la novedad (que se vuelve rutina) y la obligación de encontrar soluciones a los problemas (causados por aquellas). Ninguna de estas tres necedades de occidente se entienden sin los sufrimientos que deben agregar los tormentos de una espera. Por eso es que nunca nos detenemos en la humildad de las cosas presentes porque el cambio, la novedad y las soluciones pertenecen al futuro. En cierto sentido, tener esperanzas es como maravillarse con un cielo estrellado, sin saber, traicionados por una ilusión, que lo observado no es más que un cementerio de cuerpos celestes extinguidos millones de años luz atrás.

Sólo privados de la esperanza, pues, nos veremos arrojados a la observación del detalle frente a nosotros, como el de unos ojos desde un auto en marcha; las pequeñas humillaciones sufridas a merced de nuestras compañeras; el lunar en el mismo sitio del rostro viejo de las amigas de siempre; las torpezas cómicas que nos descolocan con vergüenza ante la gente amable; la sensación estética de una página última que cae; el ángulo irreproducible de un paso sobre la calle. En fin, nos veremos arrojados a la vida con un simple acto: extender los brazos dentro de la caja de Pandora y, sin esperar nada, retorcerle el cuello a la esperanza, a riesgo de quemar los peldaños de la escalera por donde subimos. Pasaremos a “creer en no creer” y celebrar en silencio una nueva antinomia que son, como las define Kant, “contradicciones de la razón consigo misma”. Así, pues, la venta del último de los males por parte de los agentes de la premodernidad (iglesias), de la modernidad (partidos) y de la postmodernidad (ong’s) dejará de ser el primero de los negocios.

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