EL DERECHO A SUICIDARSE
Por Freddy Quezada
Ningún presidente del Grupo de los 8 (EEUU, Japón, Alemania, Francia, Inglaterra, Canadá, Italia y Rusia), juntos o por separado, tienen tanto poder como el de un pobre infeliz que ha decidido matarse. Es la libertad más completa, como fue definida hace tiempo por Albert Camus, la que se prepara para anularse a sí misma, porque en cualquier instante puede destruir a los demás. Pero la palabra libertad, en boca de los liberales, oculta esta terrible verdad por el de su anverso, también legítimo: el derecho a la vida.
El derecho clásico de los liberales más que la vida fue la propiedad, aunque en nuestros tiempos se han invertido por la vergüenza que debe ocasionar, para la sensibilidad de nuestra época, hacer presidir sus hipocresías con el fundamento que las mantiene. Ahora, primero es la vida y después la propiedad.
El Derecho, al menos el contractual, nació de las pasiones y de la discusión sobre la naturaleza humana. Los pensadores anglosajones (Hobbes, Locke y Hume), siguiendo la tradición cristiana de la perdición, pensaban que éramos perversos, egoístas y ambiciosos por naturaleza. Hobbes miraba al Leviatán, el Estado, como la suma de todas las perversidades individuales para, precisamente, proteger al individuo. Adam Smith continuó la lógica y la aplicó al mercado concluyendo algo parecido (la suma de los egoísmos individuales es el progreso de todos). Locke es el que verdaderamente fundará la libertad negativa con los derechos individuales, sobre todo el de la propiedad y la vida contra las arbitrariedades absolutistas del poderío feudal. Los independentistas norteamericanos, Jefferson y Madison, heredaron esta tradición.
Mientras, al otro lado del Canal de la Mancha, Rousseau y Kant, siguiendo la tradición griega, pensaban lo contrario, que éramos buenos y éticos por naturaleza. Aquí la preocupación era más bien la participación de los ciudadanos en el poder público por medio de la voluntad general del pueblo soberano. Fueron como la contrapartida, en derecho positivo, de los ingleses. Robespierre y Bonaparte heredaron toda esta tradición.
Hegel y Marx , creyeron romper esta discusión metafísica introduciendo la Historia como criterio, pero éste basó su mejor esquema de análisis en una ambición tan vulgar como la de Sylock, la de acumular por acumular, y aquel refinó la moral de los fines maquiavélicos poniendo a juzgar a la historia. Lenin y Stalin, heredaron esta tradición. Después de ellos, no se volvió a hablar del asunto. Hasta hoy, otra vez, que regresa como discusión de la naturaleza humana y avanza enmascarada como derecho a la vida con las mismas contradicciones que se fundó.
Las inconsecuencias del neoliberalismo con el derecho a conservar la vida propia, negando el derecho de destruirla a voluntad, le viene de prohibir el suicidio, una de sus tantas herencias del cristianismo. Tal inconsistencia en el centro mismo de su principio más fundamental, el derecho a la vida, ha originado las rigideces que ya conocemos en los extremos de tal derecho: al nacer, en el principio de la vida, con la prohibición del aborto y al morir, en el final, con la de la eutanasia. El neoliberalismo nos obliga a vivir, a ser testigos cuando no cómplices, por víctimas, de su sistema. Nos mata dejándonos nacer, no nos deja vivir en paz y, al final, no nos deja ni siquiera morir. ¿Qué crueldad más grande puede ser permitírselo?
No hay ninguna libertad por donde debería de comenzar plenamente: por el decidir si vivir o no. Si somos buenos para vender nuestra fuerza de trabajo por qué no lo somos para privarnos de ella si, al fin y al cabo, la ocupan cada vez menos. ¿No sería más hermoso autodestruirnos como lo hacen, misteriosamente, ciertas especies animales que se despeñan en masa y se precipitan a su propia destrucción durante ciertos períodos para preservar, precisamente, la especie? ¿De hecho, vista desde afuera, no es esta la justificación del neoliberalismo más salvaje?
La primera libertad, figurable en cualquier constitución occidental, debiera ser la de suicidarse, porque es la de no sufrir, al fin y al cabo desprendible de la búsqueda de la felicidad, aunque siempre lo estemos haciendo tarde, como dice Cioran, un defensor del no haber nacido como libertad.
El tema ha sido viejamente tratado por Durkheim, Hesse, Camus, Sartre, Kierkegaard. De aquí se desprende que regresemos a hacernos preguntas parecidas a las que se formulaban los existencialistas. Porque ya no somos personas de acción. Ahora ya no nos interrogamos sobre los medios, sino, sobre todo, sobre los fines mismos. Hemos abierto la vida para reconocerla en su fugacidad, en su huida, en el instante.
El Derecho al suicidio, como el derecho al divorcio, no estimulará más los suicidios de lo que realmente se efectúan. Su institucionalización sólo servirá para demostrar las inconsistencias del sistema y sus principios. Así será, también, un precedente para llevar el derecho (la democracia, vamos), a otros ámbitos donde aún no ha llegado, a la fábrica, a la oficina, a los géneros, a uno mismo. Abrirá una lucha de la democracia contra el liberalismo. Conceptos que jamás han estado juntos, aunque sí revueltos, como en su tiempo estuvieron también con el socialismo. Llevar hasta el extremo una cosa sólo sirve para romperla.
¿El liberalismo quiere democracia? Démosle gusto al señor. Destruyamos el fundamento llevándolo hasta las últimas consecuencias. Es el único modo de anular lo sagrado: no detenerse. (Y qué es la modernidad si no eso: movimiento + incertidumbre, como la definió una vez Godelier y que no supo que estaba definiendo así a la nada).
El individuo/a, ya en la modernidad, no era más que una abstracción ilustrada y aún nadie supera, en la postmodernidad, a su mejor desenmascarador: Marx. Individuo, para el liberalismo, es lo no divisible, cuando todos sabemos que el sujeto ha desaparecido, ha sido subdividido infinitamente por el consumo, los roles, el tiempo y el espacio. El individuo/a es una información con millones de entradas y salidas.
El propio neoliberalismo que alimenta la idea del comercio de órganos, valorando las partes internas del cuerpo, como ya lo hacía su código laboral y aseguradoras con las mutilaciones por accidentes de trabajo, todavía nos quiere hacer creer que el individuo es un testigo íntegro y responsable de algún juicio de la “ hidden hand ”, del progreso, del mercado, de la promesa cumplida en la búsqueda de la libertad y la felicidad. El viejo principio que cada quien se labra su destino no es más que el terreno de la competencia, donde los perdedores son el suelo de la pirámide que rematan, en su cúspide, los monopolios (como la Microsoft, CNN, Coca Cola, BM y FMI).
Hubo una época en que varias generaciones batallamos contra toda esta lógica que hoy nos vuelve a dominar. Nadie se reconoce ya como pequeño burgués al volante de su auto, ni en la premiere de los cines, ni en los mejores restaurantes, porque son “derechos” que nos hemos ganado, sin saber que son las aspiraciones que el sistema nos alimenta ¿Estaremos tan viejos como para no pelear contra las miserias del día? ¿Regresará de nuevo el marxismo por el camino de la solidaridad, perdida entre nosotros, y quizás recuperada por una juventud que no conocemos?
Nunca terminaremos de agradecerle al marxismo habernos enseñado a luchar; lo que no le perdonaremos jamás es no habernos entrenado para ganar. Ahora es el liberalismo el que lo está haciendo, y ni se imagina siquiera que es para derrotarlo.
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