MAX WEBER: ¿POLITICO O CIENTIFICO?
Por Freddy Quezada Pastrán
INTRODUCCION
Da la impresión, con tanta tragedia en Nicaragua (el maremoto es el colmo), que fueron los judíos los que se equivocaron al crucificar a Cristo, siendo que al verdadero, por razones que nadie sabe, lo ejecutaron en este país. Tanta desgracia nos hace pensar si no estaremos pagando algún pecado ignorado donde la naturaleza participa con justicia vengadora en contra de inocentes que asumen la cuota de los pecadores.
En estos tiempos en que nuestro país tiene ya la conciencia serena de una tragedia aceptada como destino, por los fenómenos naturales y sociales que le conmueven su rostro que cae, pasando a otra cosa, a la razón de este ensayo, no podemos dejar de advertir la riqueza de perspectivas y la ponderación de un juicio venido de lo que algunas escuelas llamaron, de un modo tan absurdo como la piedad de una pizza, el "Marx de la burguesía", esto es, de Max Weber.
Uno no termina de saber cuán actuales son ciertos autores. Como estamos en las proximidades de un aniversario más de su muerte (su setenta y tres aniversario) honraremos su memoria a través de un comentario de su obra "El político y el científico" (Weber, 1984) tan oportuna en estos tiempos de descrédito de políticos y de escepticismo postmoderno en las ciencias.
Realmente este opúsculo de Weber son dos discursos retocados ante auditorios estudiantiles, encaminados a observar las diferencias entre la vocación del político y el deber del científico. Pero, casi a pesar de sí mismo, evitándolo, logra también iluminar lo que los une y que él nunca pudo conciliar. Max Weber siempre tuvo la conciencia dolorosa de esta paradoja. ¡El llamado de una vocación política en silencio escuchada a través de una pasión científica orgullosamente exhibida en voz alta¡
Se sabe que hay un eco angustioso de Weber en sus lecciones para que lo escuchasen los sucesores de Bismarck a quienes no podía, no debía, ofrecer sus servicios en una empresa que siempre la creyó incompatible con su profesión y, a la cual, no obstante, le dispensó sus mejores esfuerzos. Pasóle lo que suele ocurrir a ciertos escritores que, al no lograr éxitos literarios, sufren al ejercer la disciplina con cierto placer en ramos vecinos o subordinados, como críticos o comentaristas. En este sentido, Weber no podía menos que aparecer como un consejero sobre las consecuencias morales para los que ejercitaban su vocación y para quienes la sufrían. Su deuda con Kant es inocultable. Pero, también, cierto positivismo desencajante le impidió que el santuario académico a quien le debía lealtad y del que se sintió miembro, le prohibiera participar en una aventura bajo el riesgo de desnaturalizarse o de pervertirse en nombre de corregir sus propios males y limitaciones.
Emerge, pues, ante nosotros un Weber desgarrado. Dividido en dos, como hasta hace poco estuvo su Alemania querida. ¡Un político frutrado y un científico insatisfecho siempre de sí mismo y de su objeto¡
I. ¿Qué debe ser un político?
Hay dos modos de ver el mundo. Mejor dicho, dos modos griegos y alemanes de verlo: cómo deben ser las cosas (Platón-Kant) y cómo son (Aristóteles-Nietszche). El moralista-idealista y el realista- nihilista. Entre ambos oscila Weber. Sabiendo que el político, en su época, como hoy también, no era precisamente un modelo, ni siquiera los llamados socialistas alemanes, puestos en evidencia a través de la "ley de bronce" por Robert Michels (1969), propuso un "deber ser" de político a ser imitado por los que sentían esa vocación. Decía: "un político debe contar con tres virtudes: pasión, sentido de responsabilidad y mesura". Una definición, ciertamente, difícil, por no decir imposible, de ser encarnada. He aquí el problema de sus ideal-tipos. Dos virtudes racionales y una irracional (la pasión) excluyentes entre sí o con una lógica de equilibrio donde es exigible el sacrificio de una de ellas. La definición puede parecerse a cualquiera, menos al Príncipe de Maquiavelo, el otro modelo, el más admirado. Sin duda, el suave paradigma de político weberiano le viene de los griegos. Aristóteles, por ejemplo, decía que la mayor virtud de un político era la prudencia, otro modo de llamar a la mesura, y la pasión, venida de un Platón intransigente para defender su República, era considerada como el alma de los estadistas.
II. La moral de la convicción y la moral de la responsabilidad.
Weber decía que hay dos formas de luchar políticamente por los fines que cada quien concibe. A veces, planteaba, se oponen y en otras ocasiones pueden marchar de modo armónico. Pero hay una diferencia fundamental: el sacrificio o no de cosas y personas en función de los fines. En efecto, estamos ante el viejo dilema de si el fin justifica los medios o no. Para el convencido de su causa, sólo hay el tipo de moral derivada de los fines por los que combate. ¡El que triunfa siempre tiene la razón¡ Nace así la lógica del éxito. Y, con ello, la entrega a un mundo donde en adelante se matará o morirá en nombre de algo que no existe. La razón se pervierte a sí misma en el colmo de su dicha. Sueña. Es decir, se sacrificará el presente en aras del futuro. Weber llama a estas personas "irresponsables" porque no miden las consecuencias de sus propios actos que recaerán de modo negativo precisamente sobre las generaciones que dicen defender. Raymond Aron, el prologuista de la obra que comentamos, no resistió la tentación de ilustrar esta afirmación con los desastres que hizo Stalin, preparados, sin saberlo, por el propio Lenin. Este tipo de político parte de que su causa no admite duda y, en cierto modo, se saben poseedores de un futuro, confiado sólo a ellos, en virtud de leyes inmanentes de la sociedad que se aprehenden a través de ciertos métodos de interpretar el mundo, derivando la obligación de transformarlo. Es un modo seductor de entregarse a una concepción donde priva la lógica de la fuerza desnuda en la que cada contendor lleva, en su punta de lanza, el ofrecimiento de un futuro mejor. ¿Por ventura, Marx no habla, en la segunda tesis sobre Fuerbach, del "poderío de la verdad" sólo demostrable en la práctica?
Por otro lado, está el convencido de su causa, pero que obra con responsabilidad. Es aquel que está orientado por ciertos valores éticos que no le permiten ciertos tipos de sacrificio y que siempre pondera las consecuencias de sus actos precisamente midiendo el futuro. Weber, no lo confiesa, pero desprende su lógica de Tucídides en su "Guerra del Peloponeso". Ya Aron (1984) lo señala, en otro lugar, en una serie de ensayos sobre el sentido de la historia. El principio es sencillo: los actores sociales en lucha casi nunca saben las consecuencias del resultado de sus choques. A veces, incluso, aparecen desenlaces no deseados por los bandos. Así, por ejemplo, se explican las guerras. Para Weber este tipo de político es el deseable. Sin embargo, la paradoja que sufre el propio Weber, es que paga su elección escindiendo su modelo de político. Se yergue majestuosamente sobre sí mismo sólo para partirse. Entonces, la pasión se opone a la mesura; el convencido al responsable; Weber a Weber. Conciliar, en este caso, se convierte en algo, quizás, más difícil que luchar. ¿Quiso decir esto Weber? ¿O, en verdad, es imposible y se dejó elevar por una ilusión?
Reencontramos en toda la lógica expositiva de Weber, en sus dos tipos de moral, algo que viene debatiéndose desde la Antigüedad. Por ventura, no es el mismo desgarramiento que describe Sófocles en una de sus tragedias, cuando Neoptólemo, el hijo de Aquiles, vacila entre el convencido Ulises que lo llama a no auxiliar a Filoctetes porque su gangrena atrasaría el avance de la tropa y los ruegos de éste por no abandonarlo en una isla? O Stavroguin y Chatov, los personajes de Dostoievski, en "Los Posesos"? O los ecos de la misma réplica cuando Kolakowski (1970) enfrenta en su "El hombre sin alternativa" a Carnot, el revolucionario, contra Lavoisier, el moralista? O, en fin, los diálogos entre Heinrich y Goetz, los personajes de "Le Diable et le bon Dieu" de Sartre?
Aron, en su prólogo, el mismo Weber en el texto que comentamos, tratan de conciliar las dos morales. Quizás lo sean en tiempos de paz, pero, como decía Maquiavelo, al político se lo conoce sólo en situaciones extremas, precisamente cuando hay que decidir la suerte de unos representados sin consultarles, porque no conocen el futuro que, una corriente más noble, por lo demás, ha prometido que gozarán sus descendientes. La reacción del responsable no se hace esperar: ¡Basta con que una sola generación no vea lo que se le ha prometido para saberse traicionada¡
III. La eficacia, la esencia de la política.
Desde luego que, para un neokantiano, debe repugnar que la manera de ver el mundo se haga a través de la utilidad de los actos. Desde este punto de vista, iguala las diferencias entre un benthamnista y un leninista. La política, incluso antes de ser arrancada del vientre de la religión por Maquiavelo, no ha dejado de encerrar en su seno la racionalidad de la eficiacia. Las cosas no son buenas ni malas, sino útiles o inútiles para una empresa cualquiera. En este sentido, a Weber no le interesan los fines, aunque los admite para entender la racionalidad de los políticos de distintos signos. Por eso, es un científico que no se embriaga con la nobleza o las miserias de unas metas abstractas. Por supuesto que en este sentido no deja de hablar por medio de valores. Es otra de las grandes contradicciones que honran a este genio y que lo reinstalan de donde pretende partir. En la mitad de su búsqueda, con las mismas armas a las que ha renunciado, y de las que se hace acompañar en su examen, se hiere a sí mismo y se traiciona con inocencia. En efecto, cómo comprehender la eficacia de un acto sino se comparte su aventura. Aron lo disculpa de sus críticos diciendo que es un hombre que analiza los valores con "relaciones de valores". Y exactamente esa es la paradoja de la política: su eficacia en el terreno de la moral. Hasta que punto se realiza negándose, disolviéndose, sacrificando lo que dice defender.
IV. Los tipos de dirigentes políticos.
En sólo las primeras páginas, Weber define su concepción sobre la violencia del Estado, que ya se ha vuelto un lugar común en la sociología moderna, como legítima. Luego define los tipos de dirigentes que suelen presentarse en los países con sistemas políticos desarrollados. Habla fundamentalmente de dos clases: del líder carismático y un cierto tipo oscuro --el boss-- producto del sistema político norteamericano. Los dos tipos se derivan, a su vez, de los partidos de notables y los partidos de masas de los que habla en su obra "Economía y Sociedad". Al "boss" le dedica una buena cantidad de páginas con el seguro propósito de impresionar, por la negativa, a su joven auditorio. Es que, tal como lo describe el maestro, esta clase de dirigente es el típico político maquiavélico, oscuro, tramposo, desalmado y sin escrúpulos. Es, en una palabra, el que fabrica a los líderes, pero también el producto puro del aparato partidario, el funcionario. No es casual que Weber lo señale en las postrimerías de su opúsculo y disponga la ocasión para recitar los versos de Shakespeare, donde prepara a su auditorio para preguntarle por su destino a la vuelta de diez años. Termina diciendo casi con el dolor que hemos venido señalando, que sólo el de alma fuerte encontrará su vocación de político y que a los demás, como él mismo, no les quedará más remedio que dedicarse a otra cosa o marcharse a casa. Defendió en todo el texto al responsable y terminó por saludar al convencido.
V. El científico.
Hay tres aspectos básicos que llaman la atención en este discurso de Weber. Son, por un lado, el desdoblamiento pragmático, de cara a las ciencias, en el que los juicios de valor no deben interferir en los hechos; por otro, el deber del científico de abandonarse a su causa y, por último, la posición del hombre de ciencia ante los fenómenos políticos concretos. En nuestra introducción, dijimos que había una suerte de "positivismo desencajante" en esta parte de la obra de Weber. Desencajante porque, en verdad, es una contradicción que Weber, el ético, prive de sentido a su objeto, sobre todo cuando él es el defensor de la influencia de los valores en la actividad humana, aunque sólo sea para tomarlos en cuenta y no necesariamente creer en ellos. Apoyado en una expresión de Tolstoi, ciertamente bella, confirma que la ciencia no puede enseñar cómo vivir o cómo comportarse ante el mundo. Eleva todo los puentes para encerrar a la ciencia en su propia sustancia. Pero este castillo necesita un guardián y, sin saberlo, quien se ha ofrecido, al mismo tiempo, ha aceptado el encierro que supone. Como el Sísifo de Camus, el hombre se ha vuelto su propia piedra; se ha confundido con ella. El fenómeno se vuelve trágico cuando, por ejemplo, se opone a que los profesores de su Universidad apoyen o combatan una huelga estudiantil. No se trata, dice con vehemencia, de convertir a los profesores en "profetas". Aquí es donde Aron, el prologuista, no logra defender con éxito esta posición del maestro alemán. Y es, desde luego, blanco fácil de sus adversarios militantes de un signo o de otro. Pasa que regresa en otra dimensión, precisamente en la que es más fuerte, el dilema que hemos visto. Pero en esta arena, la ciencia, Weber dice "no" sin escrúpulos, sin remordimientos, sin angustia. Es que hace la separación a lo Hume entre los hechos y los valores. Y, por supuesto, pasa por ser un reaccionario simple. Regresa el nihilismo de alguna manera, a poner en sus ojos la equivalencia de todos los valores. "Todo está permitido" grita con su silencio el maestro a sus alumnos, incluyendo abstenerse de actuar en favor de unos o de otros y santificar con su pasividad al más fuerte. Tenemos o no razón cuando decimos que Weber fluctúa entre Kant y Nietszche?
Pero, al igual que la nave que representa a la ciudad de París en su emblema tradicional, no podemos menos que repetir, en tributo a la memoria de Max Weber, la inscripción latina que circula el símbolo: "Fluctuat, nec mergitur". Oscila, pero no se hunde.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
ARON, R. (1984) Dimensión y conciencia histórica. FCE. México.
KOLAKOWSKI, L. (1970) El hombre sin alternativa. Alianza Editorial. Madrid.
MICHELS, R.(1969) Los partidos políticos: un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna. Amorrurtu. Buenos Aires.
WEBER, M. (1984) El político y el científico. Alianza Editorial. Madrid.
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