martes, 17 de noviembre de 2009

Entonces lo supe...

ENTONCES LO SUPE...

Por Freddy Quezada

...Entonces lo ignoraba. Frente a mí estaban 22 años de distancia concentrados en un gesto, cuando dijo con un abandono incomprensible: "ahora soy varios viejos". Era mi primer ex-marido y le contaba mis malísimas experiencias con los cinco siguientes. Al segundo, después de él, se le ocurrió morirse el día que no había ataúdes en la ciudad para hacerse sepultar con mis manos. El tercero, se había suicidado frente a los dos hijos de ambos para ser retratado con una escopeta en la mano, condición exigida para la fotografía. El cuarto, un extranjero, se drogaba para sentirse diferente de los míos logrando sólo confundirse con los demás. El quinto, un verdadero verdugo, dirigía campañas de género contra la violencia doméstica, suspendiendo sus golpizas, hasta después de las jornadas de trabajo, en las réplicas mías que tenía por toda la ciudad. El último, por fin, mientras me preparaba para ser feliz, porque era perfecto, renunció a mi gordura del momento y a mi vejez inevitable, por una chica delgada y bella.

Mientras le contaba todo esto, no olvidaba que, de todos, sólo a él le había sido infiel con el segundo. La víctima narraba frente a la víctima. Si él y yo éramos "otros"; si ahora, también, somos "otros" y mañana lo seremos de igual manera, cuándo, en realidad, somos los verdaderos. Una anticipación de 22 años, en este instante frente al reflejo, me dice que "verdaderos" no somos nunca. Era extraño que siendo "otros" pudiéramos recordar que en otros tiempos éramos tambien "otros". Cadenas de "otros" y "otros" hasta llegar a la observadora que soy, integrarme como "otro" más, y seguir girando y girando. Y disolverme.

El sólo observaba mi abdomen colgante como el de un Buda en miniseta, mis brazos adiposos como alfombras de grumos sacudidas en ventanas italianas y las enormes piernas que se tardaban, por su volumen y peso, en su vuelo, más de lo debido para cruzarse una sobre otra. Si regresara con él --me dije--podría presentarlo a mis amigas como "mi primer marido y el último".

Me acerqué para verlo mejor y ví que tenía el número correcto de arrugas para su edad. Exactamente las mismas que yo. Miraba, incluso, en mi misma dirección. Estaba totalmente calvo, su estómago era inmenso y descargaba ventosidades discontinuas. Había, sin embargo, algo opaco en sus pupilas que me impedía conocerlo de un modo inmediato, como si lo persiguieran varias personas parecidas. Como si jugara al escondite conmigo. Masculló algo inaudible que terminaba en "...ella".

Me dijo, "tu segundo esposo murió el día que la revolución triunfó y ocupó todos los féretros para enterrar a sus muertos; el tercero, un día bajó la guardia ante el principio que la vida es soportable tan sólo con la idea de que podemos abandonarla cuando queramos y se mató para parecer eterno y feliz en la fotografía de su único cumpleaños propio; el cuarto, se perdió en el exceso de diferencias que ocasionan los conflictos que vienen de evitarse por ellas y en la saturación de igualdad que ocasiona las diferencias que anula; el quinto, sólo continuó la tradición de separar la espiritualidad de los discursos para engañarse a sí mismo y violar a las demás; el último, donde casi me reconocés, si no hubiese sido porque, a punto de lograr lo máximo, siempre nos olvidamos del tiempo que nos derrumba todo y nos hace pararnos sobre unos escombros que somos nosotros, sólo te traicionó con vos misma cuando eras joven".

Comprendí que él era todos los demás y que yo, al hablar conmigo misma frente al espejo, era él. Entonces lo supe.

II

Entonces lo ignoraba. 22 años es un instante para decirme desde su locura "todas soy yo". Le conté que, después de separarnos, establecí cinco relaciones, dejándome un sabor, más bien una intersección, como la de los aros de los juegos olímpicos, entre amargo y dulzón. La segunda, después de ella, me entregó una fidelidad de ida que me deleité en traicionar para averiguar cómo era un asesino; la tercera, me hizo viajar hacia la luz con la naturalidad de quien ignora estar feliz y deshace un adiós en sus bolsillos neutros; la cuarta, un ave de cristal, destruyó mi inconsciente para aparecer en él todos los días con la más extraña de las preguntas; la quinta, se envolvió en una tristeza infinita que transmitió para siempre a una hija que nació brincando por las aceras; la última, hizo de la ambigüedad el sitio para reclamar una libertad que la hizo parecerse mucho a lo peor de los hombres.

Mientras le contaba todo esto, me dije que con la segunda había efectuado una vulgar venganza. El verdugo narraba frente al verdugo. El daño que hacemos a otros siempre regresará, con el tiempo, a nosotros, no importando si lo iniciamos o no. El dolor, el sufrimiento, es un inmensa ciénaga en la que participamos todos por creernos únicos donde, ciertamente, no hay nada. Si de verdad conociéramos lo que pasará mañana nadie se movería. Pero queremos siempre regresar atrás o imaginar que el futuro es construible. Nadie nos ha definido como una bolita de estiércol. Todos nos creemos escarabajos destinados a empujarla. Llegué, no sé cómo, a saberlo más rápido que los demás: todo es un secreto que los viejos no queremos decir.

Ella observaba mi cabeza sin ningún cabello, como un Buda sin sombrero, mi cintura como tonel de ron a punto de vencer la resistencia de los aros y, sobre todo, me dejaba escuchar flatulencias a discreción, como si nadie me viera, apenas levantando una pierna que permitiera la descarga en sordina. Eran como ahogos de violines pellizcados. Si regresara con ella le diría a mis amigos, les presento a "mi primera esposa y la última".

Estaba gorda en su silla y, después de cambiar sus piernas, se levantó para acercarse al espejo, agitando las lonjas de sus brazos. Ví unas manos finas que, con las palmas, deslizó en la superficie del cristal acariciándome y señaló mis ojos haciendo una horquilla como la que hacen los luchadores para picárselos. Había, en los suyos, una sombra que me saludaba desde un lugar conocido y que obligaba a buscar en mis propias fotos. Murmuró incoherencias como que "era yo".

Me dijo "tu segunda esposa la traicionastes porque no pedistes lealtad y disfrutastes al confesar tus delitos que algún día tendrás que contar a nuestra hija como cometidos por otros; la tercera, fue la pasión más ardiente y la relación más delicada en un invierno tropical, pero extranjero, mientras te enseñaba que la felicidad sólo dura un día, como en las moscas, y se te alejó silbando, viendo las vidrieras, dejándote con las manos extendidas hacia mí; a la cuarta, nunca le contestastes la pregunta que te hacía todas la mañanas: ¿amás a un cisne viejo volando en el centro amargo de una playa sucia?; de la quinta, fuistes el culpable de su tristeza goteante salvada sólo por una niña alegre en revoloteo de un recuerdo limpio; la última, la que parecía el final de tu reposo de guerrero, en la que no pudistes verme repetida por haberme olvidado, decidió un día servirse de tus ilusiones al anunciar su búsqueda y perderse en sus límites sobre tus propias ruinas".

Comprendí que siempre estuvo repartida entre todas las demás y que, al verla desde el otro lado del espejo, jamás dejé de ser ella. Entonces lo supe...

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