Por Freddy Quezada
James Joyce dijo una vez que los críticos son como los policías, es decir, ladrones que no ejercen, y suelen ser más temidos que amados por los que de verdad se arriesgan en el delicado oficio de escribir poesía o narrativa. No soy crítico literario y lo digo para liberar de temores a los poetas cuyo oficio, devolver las palabras a su cuna, los sitúa en el deber de ser los primeros en limpiar el estercolero que se ha convertido el simple acto de hablar.
No recuerdo cuál de los existencialistas franceses se quejó una vez de la corrupción de las palabras. Se preguntaba cómo era posible decir las mismas cosas que otros habían dicho; que si nos daba asco tener en la boca una comida masticada por otros, por qué no vomitaban, de igual manera, las personas que usamos las mismas palabras. Los seres humanos debiéramos comunicarnos con el tacto, el más inmediato de los sentidos, curiosamente el que la tecnología de hoy ha pulverizado. El olvido más sano siempre ha venido de la evaporación del contacto, pero también la nostalgia más sincera.
Sólo los poetas tienen el efecto mágico de devolverle a la palabra su aliento original y único. Vílchez lo hace con la ingeniería y la economía de su voz. Deja caer las sentencias desde su imaginación lactante y exacta, como un reloj para tomar el pulso. Las metáforas emergen de una nube, se descuelgan por una abertura y estallan en colores hasta hacernos llegar una música baja y religiosa, como las que se escuchan donde el piso siempre está limpio y aromático. Es el silencio del que quiere huir el poeta o el encuentro de la "soledad en su certeza", como él mismo se anuncia.
Quiero declarar mis impresiones sobre el poemario de Juan Carlos Vílchez como un simple mortal que ha expuesto su alma a las radiaciones benéficas y fulgurantes de una poesía que embriaga por medio de unas metáforas paralizantes: "Huir o quedarse da lo mismo/ si el lugar de la condena ya está/ dentro de nosotros". "Siempre le golpeas y desgarras sus entrañas/ pero el espejo te devuelve/ a una flor que sangra dentro de ti". "…un poema te condenó a llegar vivo".
Un pobre hombre como yo, preocupado por un empleo y la sobrevivencia, no puede más que dejarse golpear por la fuerza de una expresión que nos llega intacta, sin prisa, experta -- como la mano de una mujer de 40 años que nos acaricia la nuca.
La reciente obra del poeta Juan Carlos Vílchez, Versiones del Fénix, nos anuncia a un artista en pleno ascenso poético. Un ave de vuelo grácil y reposado sin la "vanidad de permanecer". " ¿Persigo?"…nos pregunta; "nada / nada busco", nos responde. Y ya nos invita a instalarnos en el recinto de la gratuidad, el único reino del arte, donde las narraciones, que se ignoran a sí mismas en el vacío, se espiritualizan en un verso. Territorio del ausienandersetzung, del intercambio de narrativas, donde la propuesta de los artistas nos exige hacer la nuestra, nos enteramos con dulce horror que somos fabuladores. Salimos a buscar lo que ya tenemos al nacer. Las narraciones son viajes, pero lo absurdo está en que tenemos que perderlas para encontrarlas. En el recorrido inútil que hacemos sólo los poetas saben guiarnos. Virgilio siempre acompaña a Dante en el Infierno.
La construcción de Vílchez de las metáforas es paciente y no se observa su trabajo detrás del artesonado de la confección. Su brillo no es oropel sino fulgor de brasa viva y sanguínea que se retuerce en nuestras manos buscando escaparse. Y en el intento nos latiga entrecerrándonos los ojos para advertirnos los temblores del día y las protuberancias de unas tardes llenas de llagas en su condena, arrastradas por una taza de café prohibida.
Pero el poeta no se rinde, sabe que la historia no existe y la geografía está desapareciendo. Si nunca hubo tiempo ni hay ya espacio, sabe que somos un punto sin coordenadas. Una lágrima sin redes con el "asombro perdido" descubriendo que todos nosotros, al morir, perderemos nuestros nombres, pasando a llamarnos cadáveres.
Al fin y al cabo, las declaraciones de amor, lo "otro" de la muerte (Heidegger vs. Lévinas), son el fiel de la balanza de la especie. Cada uno somos el total de la población humana (por eso nos reencarnamos tantas veces cuánto somos, según los budistas) que, a su vez, siempre coincide con el total de personas que han vivido anteriormente, es decir, con los muertos. Así, el planeta entero crece concéntricamente y, para no reventarse como una burbuja, hay que decirle a quien uno quiere, 6 mil millones de veces, número de humanos actuales, para mantener el equilibrio entre vivos y muertos, te amo. Es lo que dice, y nadie escucha, cuando "ella baila con el cadáver".
Inútil tal grito, porque el poeta ha decidido descubrirnos en nuestro dolor más oculto a la mirada y sabe, sabe, que nuestro amor rebrotará --he ahí una de las versiones-- como el ave fénix, al seguir adorando su carroña:
Ella para deglutir tus cenizas vorazmente
y tú ya olvidado
para nacer como una larva de su descomposición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario