martes, 17 de noviembre de 2009

La Verdad y los mass media

¿SE PUEDE DECIR LA VERDAD EN CUATRO CUARTILLAS O

EN CINCO MINUTOS?

(La verdad y los media)

Por Freddy Quezada

Siempre que muere una gran estrella de cine como Marlon Brando, Audrey Hepburn, Charles Bronson, Marcello Mastroianni, Katharine Hepburn y otros, las personas de mi generación sienten la partida de unos conocidos que, a pesar de no haberles hablado nunca, siempre los escuchamos. Esa despedida de algo, son los sueños que tuvimos al dejarnos seducir por las propuestas narrativas en que estos hombres y mujeres se inscribían para agradarnos. Esos guiones (reflejo y fantasía de la propia vida), al mismo tiempo que las lecturas, formaron nuestros horizontes de sentido, crecieron con nosotros y los vimos independizarse hasta cobrar conciencia de su propia fuerza (reflejo y fantasía de sí mismos); así, lo que antes obtuvimos por un encanto inocente ahora se adquiere por una seducción perversa. Antes eran servidores de todos los poderes, ahora son el poder mismo; antes eran medios, ahora son fines.

A los medios hay que acercarse con la desconfianza más grande del mundo. ¿A quiénes representan los medios de comunicación? Es una pregunta tan legítima como la que todos nos hacemos con respecto a los diputados de la Asamblea Nacional. ¿En nombre de quiénes hablan los medios, de dónde les llega su poder?

Walter Benjamín, en su célebre polémica contra Horkheimer y Adorno, creyó que los medios modernos servirían como inocentes reproductores de la alta cultura para elevar el nivel de las masas. Aunque algo de cierto hubo en el pronóstico, también sus adversarios tuvieron gran parte de razón, cuando pronosticaron lo que ya está sucediendo: que los subproductos (literatura basura, radio y telenovelas, noticieros amarillistas, películas baratas, pornografía, música estúpida, etc) generados por ellos mismos pudo más, por razones de demanda, que el propósito noble que les atribuyó Benjamín. En América Latina, Nestor García Canclini y Jesús Martín Barbero, son los únicos que han explorado esta combinación entre cultura de élite, cultura popular y cultura de masas, expresadas en las culturas híbridas, de grupos y virtuales.

Los medios hablan en nombre de una “opinión pública” (parecida al “lector ideal” de los estructuralistas) que no es más que la imagen (y agenda) que ellos mismos se han encargado de fabricar por el poder oculto e invisibilizado de su tenencia (ya no fija y hereditaria como antes) sino volátil, temporal y cambiante, pero también devuelta por el crédito, y a veces el silencio, de algunos sectores sociales, que se ignoran como cómplices y víctimas a un tiempo de una estrategia en la que ellos mismos son el objeto.

¿Por qué decimos “lo leí en el periódico”, “lo oí en la radio”, “lo miré en la tele”, como si el medio, y no su contenido, fuera una prueba de verdad? El doble propósito, informar y ser soporte de verdad, cosas distintas hasta hace poco, por la conciencia del poder que los medios han tenido de sí mismos, se convierten ahora en uno: ser la “verdad”.

¿Puede decirse la verdad en cuatro cuartillas o en cinco minutos? Los Cioran o los Galeanos que, en pocas palabras, pueden decir grandes verdades o mentiras, que es la misma cosa para los medios; o los que han nacido para las cámaras y los micrófonos, que nos hacen creer lo que dicen, son la excepción. La norma nos indica que es imposible explicar y confrontar verdades tan complejas y profundas en cuatro cuartillas (a veces un libro es insuficiente para una verdad) o una demostración audiovisual en cinco minutos, cuando mil imágenes no pueden ilustrar una fórmula o revelar un misterio. Los testimonios audiovisuales sobre el conocimiento tienen algo de falso y ligero que les viene de su formato, no de sus deficiencias.

La verdad se pierde en las épocas de decadencia y nos ilusiona en las de crisis, cuando creemos reencontrarla. Quizás le debamos a los medios, la ilusión con que se presentan ellos mismos como herederos del bien común, con el que nos engañaron en su momento, iglesias y partidos. Ya forman parte, como los mejores oferentes, del infierno de salvadores que es toda sociedad moderna.

El mejor ejemplo son los Editoriales de La Prensa, que se escriben todos los días desde atalayas éticas con ideas cargadas de insoportables lugares comunes, valores eternos y recomendaciones tan predecibles, como esos pronósticos de ONG´s acerca de cómo combatir la pobreza, que dicen descubrirla con sus diagnósticos, para proponer fórmulas que ya conocemos y superarla, dejándonos la sensación de una estafa. Las de los medios, son ideas conocidas y nos las recuerdan todos los días, como si fuéramos menores de edad o un atado de bárbaros que debemos esperar la luz de un faro que no la tiene ninguno de ellos, ni siquiera para iluminarse a sí mismos.

Uno es lo que el otro dice que “es”, a condición que ese “otro” cuente con un poder de componer imaginarios, multiplicarlos, e imponerlos por medio de la fuerza, la demostración, la persuasión, la repetición, la fascinación, la seducción, el placer, la recompensa, el simulacro y la alteración. Derrotar esos imaginarios todos los días sin sustituirlos por otros es una opción posible sin ser obligatoria. Es destruir el invento de los “otros” para regresar a nuestro estado líquido, como ese enemigo platinado del Exterminador II que “muere”, al final, confundido con el magma caliente de donde procede.

Así, pues, como la verdad es un efecto de poder de fuentes (los medios, las iglesias, la cultura, los libros, el sentido común) que lo componen como un imaginario (el lector ideal, el capitalismo, el proletariado, la globalización, el movimiento de mujeres, el poder, el “oriental”, “el nica”, el “tico”, el “negro”, el “discapacitado”, el “imaginario” mismo, etc), la devolución que hacen de él los subalternos nos mantiene en medio de una relación no verdadera que, aun los que no crean en ella, la siguen como si lo fuera. El “como si”, es el parecer (el ser hoy), el simulacro, el dasein de nuestros tiempos.

El deber de los demás es lo único que existe para el poder; el derecho, es la ilusión de poseerlo de quienes aún no lo han alcanzado. El poder deviene así placer. Es el eje de derechos y deberes. Placer es el nombre verdadero que el poder actual le ha designado a la libertad que sólo el goza en exclusiva. Poco se sabe, en este sentido, que la misma bandera emancipatoria en algún momento, corto pero intenso, cobijó simultáneamente a Robespierre (la virtud) y a Sade (el vicio) en un abrazo, acaso, sodomita.

A partir de una de las tetas de Janet Jackson, los norteamericanos empezaron a enterarse, algo que ya sabemos los especialistas en el juego del poder, que están viendo todo cinco minutos más tarde. Es decir, están viendo ediciones, censuras del poder, límites de formatos, cortes y rearticulaciones de cintas.

Habría que ser como Austin Powers, en aquel doblaje de sí mismo en el que uno, el original, vive en el presente y el otro, cinco minutos después, donde el uno le está diciendo al otro lo que le ocurrirá en los momentos siguientes, para conocer la verdad. Tal fantasía, sin duda, por el momento, no se las dejará probar el sistema norteamericano al “gringuito” medio. Pero al menos sabemos que reinan las películas y que han terminado por sustituir a una realidad que la obligan a parecérseles.

La temática occidental, incluso, está repitiendo viejos tópicos una y otra vez a través de las películas. Ahora para salir del atolladero algunos autores (desde sus background ) están refundando todo el sentido de su cultura partiendo de las películas cinematográficas, clásicas o no, y están diciendo las mismas cosas de nuevo. Es el poder del nuevo formato pero con la colaboración y la servidumbre taimada del viejo. Ya la Odisea, la Ilíada y la Biblia no son nuestros textos fundantes, si no sirvientas para comprender las propuestas narrativas de mejor manera en las películas clásicas de Welles, Hitchcock, Fellini, Buñuel, Eisenstein; o en las más nuevas de Altman, Schelessinger, Forman, Coppola, Sordenberg, Cameron, Lucas y Spielberg; o las rebeldes de Lee, Tarantino, Stone y Moore. Incluso, los intelectuales de hoy no podemos escribir nada sino estamos sirviéndonos insistentemente, para hacernos entender por “lectores ideales”, de películas baratas y estúpidas, pero universales y casi obligatorias para todos.

Estoy seguro que, aunque sea falso todo lo que he dicho aquí, equivocado o impreciso, por el sólo hecho de publicarlo en un medio, le agrego valor, separándome del número (la masa), y aumentando una “posibilidad de verdad” que no puede determinar, y que sin embargo lo hace, un medio. Pero, sobre todo, al margen que otro con justicia o sin ella, me corrija, e incluso que yo lo acepte, quien sale ganando y a quien fortalecemos, tanto el postor como el opositor, es al medio y así le conferimos un poder que lo sitúa por encima del bien y del mal, con la misma lógica y truco que ya vimos en las religiones primero, en el nacionalismo, en las ideologías y en la política, después: la ilusión que compartimos con otros u otras, una narración que en verdad sólo la domina una fuente compositora de imaginarios vivos y elásticos.

El capitalismo, igual que los medios, es capaz de comprar y vender sus miserias en la bolsa de valores, como las deudas externas que él mismo produce; de no ocultar, como antes, que sus mercancías son caras, como aquella publicidad de un Whiskey que, por medio del horror de una muchacha que acaba de quebrar una botella, se pregunta “¿parece caro, verdad?” Y se contesta un imbécil fuera de cámaras: “lo es”; o como las universidades, en el mismo momento en que nos dicen que el conocimiento es el poder de mayor calidad, son las fábricas más productivas de la época, con más productos (para el desempleo) por metro cuadrado, que cualquier otra firma comercial.

Como sabemos, el discurso de la pobreza generó su contrario, el neoliberalismo, que es desde el cual lo humilla y se burla. Ahora, al estar reviviendo el discurso sobre la pobreza, de nuevo, sólo le quedan dos caminos a los que lo replantean: romper todo el viejo sentido u ofrecer más de lo mismo. Pero en este segundo efecto, lo que lo hace seductor, aquí la diferencia, es su acogida por los medios y así le transmite una dimensión nueva. No es lo mismo volver a hacer las viejas promesas emancipadoras a los pobres de siempre, desde una plaza pública o por medio de la miserable prensa partidaria, que hacerlo desde la televisión. Pero tienen que pagar un precio: su servidumbre a los medios. Ellos son los que hoy pueden buscar a los viejos poderes y negociar su lugar en las agendas en condiciones siempre favorables para los medios. Tiene razón uno de ellos cuando dice “nada de lo que sucede fuera de la televisión, existe”. Pero lo cierto es que todo lo verdaderamente importante está fuera de ella, no sólo como medio, sino, sobre todo, como poder.

Podemos decir, asumiendo el poder de los medios, que la realidad es otra narración más. ¿Cómo podemos distinguir la diferencia? ¿Cómo podemos saber que nuestra realidad no es una película si nos morimos porque lo sea? ¿No hay semejanza narrativa con las películas o telenovelas de cualquier tipo en esa imagen que tenemos de nuestras vidas donde somos especie de héroes (como unos Brad Pitt trompudos) o heroínas (como unas Nicole Kidman “con mondongos”) avanzando en medio de las humillaciones de los triunfadores o de las miserias de la cotidianidad? Una película es capaz de ofrecernos dentro de ella, como sabemos por varios ejemplos, guiones que nos engañen con dos, tres y hasta 10 films en uno. ¿Cómo podemos distinguir que nuestro presente no es uno de ellos?. ¿No estuvimos hasta hace poco dentro de un peplum hegeliano llamado Historia? ¿Cómo separar la pantalla blanca, distinta de la que se creen los medios, y la que de verdad somos, de las tramas de todo tipo que vemos rodar a través de ella? ¿Cómo no quemarnos, como las pantallas, si las secuencias son sobre fuego y cómo no mojarnos, si lo son sobre aguas?

Imaginen cómo estaré de atrapado en este discurso, que para romper con la credibilidad en los medios (pero no desde las tradiciones apocalípticas y simples del marxismo bárbaro) tenga que hablar dentro de ellos y corro el riesgo, más bien, de fortalecerlos, si le acordamos crédito a lo que he venido sosteniendo. ¿Entonces, se puede hacer algo contra ellos? En el sentido de ocuparlos para destruirlos (como decía el primer Wittgenstein de la lógica) y, con ello, para enlazarlo con el segundo Wittgenstein sobre el lenguaje, descubrir el uso de los medios como su significado, quizás, pero con el riesgo mencionado.

Hay, sin embargo, otras maneras de ignorarlos: hablar frente a frente, por ejemplo; suspender el juicio sobre todo lo que dicen y pasan los medios, con la misma indiferencia de una actriz mundial frente a los correos electrónicos de sus fans; efectuar foros sin la presencia de los medios; pasar de mano en mano las cosas que escribimos; bajarse los pantalones y descargar, desde la oscuridad de sala de cine en la que nos movemos, la más armoniosa de las flatulencias, como un Vivaldi ventolero ejecutando desde sus esfínteres “Las Cuatro Estaciones”, contra esa pantalla gigantesca que es el sistema y que ya cubre todo el planeta -- para usar la imagen maravillosa de Ramiro Arguello a quien me honro en citar-- “como las pinturas Sherwin Williams”; callarse para siempre, pero con la forma que tengo de mirar el cielo, y disolverme, cuando escucho La Chica de Ipanema.

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