El poder del silencio
Uno de los trabajos más extraños en mi vida, fue el que tuve a mediados de la década de los ochenta en el INSS. Laboré en un amplio salón donde había un bosque de tambores móviles gigantescos, compuestos de bandejas metálicas, llenas de tiritas de cartón con el nombre, dirección, ingresos y otros datos, de todos los asegurados de este país.
Recuerdo que era un placer infantil deslizarme en aquellas sillas de rodos para colgarme alegremente de los aros y redondeles, como simio enamorado, a la mayor velocidad posible, y superar así a mi compañero de labores en el encuentro de la información solicitada en los flexos enormes de datos que de seguro han sido ya sustituidos por sistemas informatizados.
Lo extraño, sin embargo, no era esto, sino que al menos un día a la semana llegaban a la institución personas ajenas a solicitar con autoridad información de todo tipo. Muchos años después me enteré que eran agentes de la seguridad del Estado de entonces. Sumado a mis lecturas anarquistas, que por entonces empezaban a inflamarme la cabeza, me dije que la información pública era fácilmente intercambiada por los poderes formales sin que nadie se enterara.
Ahora me pregunto, con todo el caso de Infor.net, cuál es el escándalo, si sólo es la réplica a escala universal de lo mismo que hacía y sigue haciendo el Estado- nación con sus ciudadanos, sólo que ahora, ante las nuevas tecnologías y el poder del mercado, ya no sólo se trata de vigilar y castigar dentro de las ruinas del Estado-nación, sino también de vender y comprar datos, fuera y dentro de tales ruinas, a mejores precios y lo más actualizado posible. Ahora el propio Estado-nación y sus funcionarios son las víctimas, un archivo más, junto a sus ciudadanos, en manos extrañas y poderosas.
Lo primero que hizo el ministerio más importante de la revolución francesa, llamado nada más y nada menos que Ministerio de Salud Pública, el antecesor de todos los organismo de seguridad estatal modernos, fue levantar el registro de todos los franceses, reuniendo en una sola institución la estadística («la ciencia del Estado»), el conocimiento, el control, la vigilancia y el castigo de los ciudadanos. Deberes severísimos apenas recién estrenados los derechos.
Todo enmascarado bajo los discursos públicos de un saber científico para planificar y racionalizar los recursos naturales y humanos del país en nombre del progreso, el bienestar y el desarrollo (hoy con todos sus apellidos postmodernos «sostenibles», «limpios» y «apropiados»). Incluso, el «Hermano Mayor» (alusión a Stalin), de George Orwell en su obra 1984, nadie sabía cómo se llamaba, pero él sí sabía, como el Panóptico de Foucault, todo sobre nosotros.
Hubo una época en que un Estado-nación fuerte y lleno de crédito obligaba a los ciudadanos a rendir cuenta e información de todo lo que él deseaba. Hacía censos, muestreos, llenábamos gustosos formularios de todo tipo y todavía queríamos, con el lápiz en ristre, seguir respondiendo más. Y todo era para planificar y programar el desarrollo. Cuando alguien o un grupo iba en contra de la salud del sistema (por eso lo bautizó así Robespierre), ahí estaban y siguen estando los archivos abiertos a los organismos de seguridad.
Pero bueno, mal que bien, el Estado lograba seducir a grandes grupos sobre la eficacia de sus políticas públicas, pero hoy, el caso de Infor.net lo ilustra, ya no puede resolver problemas ni por arriba (no los deja el BM, el FMI y la OMC), ni por abajo (las miles de necesidades de la gente) ni por dentro (su carácter elitista y delegativo) ni por delante (es un elefante persiguiendo desde las leyes a una liebre tecnológica que no se deja codificar jurídicamente tan rápido). El Estado ya no resuelve problemas, es parte de ellos. Y si no sirve ni para guardar un pinche secreto, no sirve para nada.
El Estado siempre ha tenido el privilegio de preguntar y los ciudadanos de responder. Es una vulgar situación de poder. Llegó la hora de guardar silencio ante sus interrogatorios y levantar el derecho de ese contrapoder. Luchar por no ser registrados, por no responder a los censos y no llenar formularios oficiales más que con las señas mínimas. Los luchadores del futuro tienen que ser hombres y mujeres sin voz, imagen ni datos, (cosas que sólo sirven para construir imaginarios sobre los que no tienen poder), al revés de la vieja idea moderna de devolvérselos y hablar por ellos. El silencio y el vacío de información que antes era una cadena ahora tiene que ser un arma. El poder del número (que antes la modernidad convirtió en masa adocenada por medio de la igualdad y la postmodernidad en fragmentos diferenciados para el consumo) ahora es el poder del silencio, de los muchos sin nombre, ni dirección, ni señas particulares.
Nadie sabe, si la vida de Bin Laden y Saddam Hussein, después de haber sido reducidos a cenizas los dos países donde estaban, se la deban a haber cerrado la boca a todo tipo de indagación sobre ellos, y estar hoy en lugares más o menos seguros, sacándole la lengua al presidente norteamericano. Alguna vez Alvin Toffler creyó que las futuras huelgas vendrían de los consumidores al negarse a brindar la información que usan las grandes empresas para distribuir sus productos, como en los supermercados cuando entregamos las mercancías con sus códigos de barras al pasar por los lectores ópticos. Decía que la información del consumidor debe tener también un precio. Pero es pequeñísima en comparación con negarse a brindar información a los censos nacionales, a las instituciones de la seguridad social, de empadronamientos, crediticias, financieras, migratorias, judiciales y civiles, por un motivo que no será económico esta vez, sino político: no alimentar al poder.
El poder del silencio es el único que puede anular al poder de los interrogadores. Puede leerse como dignidad tanto como cobardía; como burla tanto como temor; como desprecio tanto como estrategia; como indiferencia tanto como derecho. ¿Quién puede saberlo? La ciencia, como el poder que la hizo su cómplice y concubina, no piensa, calcula; no sabe, controla; no explica, describe; no calla, pregunta; no responde, define.
Cero respuestas a los censos, cero a las encuestas, cero a los formularios. Al menos a mí, si alguna vez me interrogan por teléfono las instituciones públicas o privadas sobre cualquier cosa, que después la usen en mi contra, sabré responderles: Aló, departamento de chorizos.
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