domingo, 15 de noviembre de 2009

La Mitos de la identidad latinoamericana

LOS MITOS DE LA IDENTIDAD LATINOAMERICANA

(en memoria de PAC)

Por Freddy Quezada

Pablo Antonio Cuadra era un hombre sumamente delgado, especie de espíritu amable y piadoso, como esas figuras siderales y platinadas de Steven Spielberg en Inteligencia Artificial, que se desplazan en silencio con un fondo musical espacial, estirando afectuosamente sus espigadísimos brazos; lo recuerdo también con el rostro demasiado largo, como nacido de un cruce entre las pinturas de El Greco y Guayasamín, y hablando con una tosecita discreta como puntos suspensivos. Ya era adulto mayor cuando lo conocí, como si hubiera nacido con esa edad, como se dice de Lao Tsé. Le entregué un ensayo mío, cuando era Director de La Prensa Literaria, y hablamos sobre la identidad de los nicaragüenses. Olvidé ya qué le dije (probablemente alguna de las tonterías por las que me distingo); lo único que recuerdo es una promesa que le hice de escribir algo al respecto. Eso fue hace muchos años.

Sólo hasta hace poco, por cortesía del Dr. Carlos Tünnermann Bernheim, al obsequiarme su obra “Rubén Darío. Maestro de la Crónica y otros escritos darianos”, y recomendarme el capítulo “Rubén Darío, Símbolo del Mestizaje”, al referirle mi preocupación por el tema de la identidad, he decidido arriesgar opiniones sobre este espinoso, polémico, largo y complejo asunto latinoamericano y nicaragüense.

Decía el Dr. Tünnermann que Rubén Darío le regresó a España, musicalmente, lo que ellos nos trajeron al descubrirnos: su lengua. Darío en este escenario es una especie de Cristóbal Colón poético. La idea me recuerda la ocurrente de Octavio Paz, al imaginar el descubrimiento de Europa, en 1492, por los aztecas y reducir sus imperios y religiones a extensiones, al otro lado del Atlántico, de Tenochtitlán, bajo una misma lengua, el náhuatl, y una misma religión, la quetzaltcoaltiana. Pero las inversiones pueden ser una respuesta, legítima por lo demás, de los vencidos y en vez de alterar la dirección de las cosas, la refuerzan por el sentido que tiene toda venganza.

Los latinoamericanos estamos definidos como una suerte de subcultura rústica, copiona de los adelantos intelectuales de las metrópolis europeas y norteamericanas o, en el mejor de los casos, mágica, maravillosa e incomprensible, como fruto de una hibridez (como si la ejerciéramos nosotros en exclusiva) nacida de un cruce entre los medios de comunicación de “punta”, el consumo de masas, la propia cultura y nuestro “atraso”. A esto último le llaman algunos autores “macondismo”, esencialización y jerarquización de una diferencia nacida de una obra literaria y extendible a todo el subcontinente.

Existen, también, los nacionalismos, por ejemplo, entre Argentina y Paraguay, Ecuador y Perú, Bolivia y Chile, Honduras y El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, República Dominica y Haití y, a pesar que en algún momento de su historia contemporánea se hayan hecho la guerra, o se odien entre sí, en base a que unas se parezcan más a las metrópolis que las otras, hay algo que las recubre y les rebaja su agresividad nacionalista, al mismo tiempo que las une, frente al “otro” poderoso por encima de ellas que las humilla y las iguala. Lo que nos une, en muchas ocasiones es, pues, el odio del “otro”, no las características compartidas.

¿Quién es uno? Lo que el otro diga. Y se defina como “propio” lo que uno acepte en condiciones de subalternidad para devolver la definición aceptada al más fuerte.

Se sabe que a la pregunta sobre identidad ¿qué somos? La modernidad siempre ha respondido: “lo que queremos ser”. Esta es la base de toda la concepción habermasiana de modernidad como proyecto inconcluso, buscando una razón comunicativa (versión semiótica de la vieja racionalidad sustantiva de Weber) que domine a la instrumental, sin enterarse que aquella siempre origina a esta. Si somos lo que queremos ser, entonces no desear algo o alguien, nos anula, no somos nada. En esta concepción, la identidad debe venirnos siempre de los fines que perseguimos, es decir, es un medio que debe su contenido a lo que se propone. Cuando se cumple, en las pocas veces que ocurre, tiene que seguir deseando más para mantener la identidad o defender lo alcanzado frente a los que no lo han hecho.[1] El deseo cumplido, entonces, se convierte en un conflicto. Por supuesto, ahora lo sabemos, la identidad es algo más complejo que estas simplezas aristotélicas. El Wittgenstein del Tractatus lo vería de este modo: si somos lo que queremos ser, al conseguirlo (es decir, al obtener lo que nos proponemos) nos disolveríamos, siendo, al final, la nada que somos, por definición, al inicio. Es, por la tanto, inútil el recorrido, pero es necesario hacerlo para saberlo, siendo el sentido un sinsentido cuyo secreto más profundo es recorrerlo. Uno, entonces, está tentado de preguntarse: si somos la nada al comienzo y al final, por qué (contradictio in objecto) molestarnos en la acción de iniciar algo o en preguntas sobre un segmento inservible construido entre un extremo y el otro.

La identidad es una creación de la alteridad que, a su vez, ha sido creada por aquella en su devolución procesada. Quedan fijadas unas y otras, a conveniencia, por razones estrictas de poder, conveniencia y control. Quizás lo opaco del poder, ese “algo” inasible, gaseoso, resbaladizo, sea el poder de definir, el único que necesitaba Adán, en el paraíso, para efectuar la clasificación , el ordenamiento y el control de las plantas y los animales. Si el poder está en definir al otro/a, la subalternidad está en dejarse definir y su venganza, al desconocerla, en instalarse dentro del definidor.[2] El uno literalmente vive del otro. Cae el uno, cae el otro. Por eso, se dice, que las crisis de identidad aparecen cuando su contraparte o su “otro” (la alteridad) desaparecen o entran en crisis también. Debe ser muy difícil y aburrido pasarla sin enemigos. “No hay luz, no hay sombras” – como dice un aforismo de Alejandro Serrano; y al revés.[3]

El mestizaje no existe porque ha existido siempre y no es condición para diferenciar nada. Si todos somos mestizos, nadie lo es. ¿Qué sentido tendría oponer un mestizo latinoamericano a un mestizo francés o un mestizo norteamericano, sobre todo si estos últimos ya se reconocen como tales? A partir de aceptar tal premisa, no tiene sentido hablar de “eso” porque no hay un “otro” que oponer y el propio “uno” (el mestizaje) tiene que desaparecer. Tal vez a esto se refería Vasconcelos con la “raza cósmica”, términos contradictorios en sí mismos, porque si algo es cósmico, universal y global no puede ir acompañado de un atributo específico, a menos que se entienda desde la perspectiva moderna dual en el que, por ejemplo, los Derechos Humanos Universales son estricta y culturalmente franceses (todos lo sabemos, pero no desprendemos las consecuencias del fenómeno) y la búsqueda de la felicidad (que no es más que la felicidad de la búsqueda, porque nadie la encuentra) estadounidense.

¿Qué es “Latinoamérica”? ¿No es un invento de la geopolítica francesa para defender sus territorios, en América, ante la decadencia del imperialismo español y la emergencia del norteamericano, que le terminó comprando algunos estados? ¿Qué tenemos de común los latinoamericanos [4]? En efecto, algunas cosas, pero también diferimos en muchas más. Que una cosa sea común, o nos distinga, depende del interés del observador y del sentido de su perspectiva, pero muchos de nosotros podemos parecer irlandeses, por lo católico y camorristas, o italianos del sur, por lo familistas y pobres, pero ellos mismos son, de algún modo, los norteamericanos que han triunfado desde sus clanes, abriéndose paso literalmente a puñetazos limpios y de poder y riqueza sus familias y sus “padrinos”.[5] ¿Por dónde pasa la diferencia?

El Ariel de José Enrique Rodó y los Calibanes que fabricó como “otro”, fue un mito que nos ha traído más daño que beneficio, porque le dio la razón, por la positiva, al poder, sobre cómo necesitaba presentarnos. Y no se crea que ha terminado este mito. Ha continuado hasta nuestros días con la idea que la sensibilidad de los arieles se ha anudado alrededor de los y las escritores y escritoras literarias en una reedición del vanguardismo político que terminó por derrumbarse con el descrédito del socialismo. Es una idea muy conmovedora y noble creer que lo mejor de las sociedades latinoamericanas siempre ha corrido a cuenta y cargo de los artistas que generan valores y visiones gratuitas y desprendidas. Nuestros héroes ya no son guerrilleros, ni grandes pensadores teóricos, ni teólogos mártires de la liberación, sino nuestros creadores artísticos con su gracia, desmayo, abandono, indiferencia y rebeldía natural contra el establishment. Pero, el problema de este credo, muy popular en nuestros tiempos escépticos, y estimulado por los propios artistas y cientistas sociales desencantados, es otro dualismo donde a un lado están los “buenos” y, a otro, (la mayoría), los definidos por los primeros, los “malos”. Es sólo repetir el error.

Si yo me “deshago”, es porque al tomar conciencia de que soy literalmente (porque lo fui o lo seré en algún momento) el “otro” (el bárbaro, la mujer, el niño, el viejo, el colonizado, el esclavo, pero también el culto, el hombre, el adulto, el joven, el colonizador y el amo), tal constatación me impide hablar, censurar, premiar y juzgarlo en cualquier momento. El lazo que construyo alrededor de él, al separarlo de mí, es la memoria que el sistema o la cultura me obligan a imponerme para mantener una identidad que de otro modo se disolvería, derrumbando al sistema. Lo que hace la memoria al desaparecer es anular el tiempo que provoca el pasado, el verdadero creador de todos los tiempos, incluyendo el presente, y ya no digamos el futuro que es su proyección. Y cada cosa que hacemos, decimos o pensamos en lo más profundo de nosotros, sospechamos que estamos repitiendo algo o a alguien.

Es lo que explica, sólo por poner un ejemplo reciente, que a Pablo Antonio Cuadra (PAC) se le compare con Homero u Octavio Paz, en ocasión de su muerte. ¿Cómo pueden, los que verdaderamente lo conocieron, compararlo con personajes que ya desaparecieron hace mucho tiempo o con hombres a los que jamás se conoció en persona? ¿Qué necesidad tienen de acudir a autores, que muy pocos conocen, para descubrir a alguien tan reconocido por los nicaragüenses? En todo caso, ¿no sería al revés? ¿Que a partir de PAC la gente se hiciera una idea de los otros dos? Y aún así, la comparación sería inútil porque anularía el valor de los referidos. Si la comparación es la medida de las cosas, la unidad de medida (como el dólar, el inglés, la tecnología, la riqueza, la democracia) que termina por imponerse siempre será la del más fuerte. Así que, ¿si dejamos de comparar, qué puede suceder? Ver las cosas en sí mismas, pero, ¡ay!, no se puede, porque no son aisladas y siempre tienen una relacionalidad y un movimiento ¿entonces? Significa que al desconocer la comparación, desaparece un término, pero también el otro y el “sí mismo” que emerge es una cosa sin opuesto, por contener todas las relaciones en ella. Así, PAC no es Homero ni Octavio Paz, ni PAC solo, sin compararlo con nadie. No tenemos más remedio que decir, entonces, que PAC fue PAC [6]. O que PAC es PAC, porque simplemente es o fue todos nosotros o nosotras. No hay una exterioridad ni una esencia que nos permita romper este principio cuya definición tiene que caer fuera del lenguaje y el pensamiento. “PAC es PAC” es suficiente para decirlo todo. “Es” y es (el signo se encuentra con el referente [7]) cuando coinciden, desaparecen y, no podemos seguir diciendo más...

La única identidad que guardamos todos es nuestra mortalidad. Nuestra verdadera patria, pues, es la muerte y los suicidas nuestros verdaderos próceres. Quien de verdad viene a oficiar de verdugo entre este patriotismo universal y desagradable, por aterrador e ignorado, es el creador de definiciones que se acumulan como cultura (que nos distinguirán de “otros”) y se nos heredan como sentido (que nos afirmarán). Las tentaciones de esta visión son también muy grandes, porque corremos el riesgo de regresar al universalismo que venimos de combatir. Pero si partimos de aceptar que al desconocer las identidades se anula su “otro” que le dio origen (el universalizador), que la globalización es la que produce la fragmentación, [8] entonces hablamos de (¿lo diremos sin remedio?) otra cosa, sin opuesto.

Una declaración de amor, un acto heroico, una idea ingeniosa, un diálogo inteligente, una estupidez, una torpeza, una intervención en público sobre el nacionalismo o un chiste en privado sobre las identidades, todo ya ha sido dicho, pensado, actuado y representado. Siempre estamos llegando tarde a la realidad. De ahí que las cosas sean siempre como las recordamos. Y, de verdad, nunca conoceremos lo nuevo. No se puede con la memoria de por medio. Sólo desde el pasado, la memoria, es que se pueden hacer juicios, para preparar los actos que nos ilusionarán con un futuro prometeico, como se engañan los modernos. Este principio tan sabio es el que nos vincula a dos cosas claves: el ser y el tiempo, por un lado, y la realidad y sus observadores, por el otro.

El ser y el tiempo, en términos de la identidad latinoamericana, significa que tenemos que hablar más bien de “identidades” y situarlas históricamente para determinar diferencias y cambios. Probablemente la identidad que nos imaginamos de nosotros mismos en el siglo XIX era diferente de la actual (y hay que hacer notar que había distintas escuelas como el positivismo, el barroquismo y el romanticismo), pero en lo que no hemos cambiado es en buscarla. Tal cosa ha hecho decir a algunos que la identidad de los latinoamericanos consiste en buscarla, porque jamás encontrará una cosa que no existe y estaremos condenados a viajar siempre, descubriendo un hermoso día que el medio era el fin. “Buscar”, entonces, habrá sido nuestro destino. Pero, ¡qué locura!, cómo podemos buscar algo que ya dimos por sabido que no existe. Desaparece el fin, desaparece el medio.

Pero, además, la identidad está atravesada por los seres (y no un Ser ni esencial ni universal, aunque esta es una escuela que todavía tiene amplia clientela) rivales donde uno o varios de ellos han logrado, según la fuerza y los medios que han dispuesto, imponer sus definiciones de los “otros” (los calibanes primeros y los prósperos, después, que hoy en día queremos ser). Así que el ser y el tiempo están despedazados en nuestras manos. Y el fragmento refleja otros fragmentos que somos nosotros tratando de juntarlos de nuevo con la memoria. Por eso, frente a un espejo, lo que uno ve siempre es lo que fuimos. Aún los niño/as, se ven como la mirada de los adultos los forman. Paul Ricoeur trata de salvar la identidad del sí mismo, a la que llama ipseidad, a través de un débil “como” (que aún guarda con fuerza la independencia de los dos polos) otro.

En cuanto a la realidad y sus observadores, es una vieja idea que nos mantiene separados de los “otros” o las “otras”. Y es la condición de posibilidad para que se cumpla la definición de que somos objetos. La realidad nos incluye con todas la fantasías que tengamos sobre ella. Perseguirla, sin nosotros dentro, es estéril y perseguirla, incluyéndonos, no tiene sentido. Así que es difícil, por no decir imposible, verla, a no ser que lo hagamos en el sentido de “verse” al espejo con los ojos cerrados, siendo imposible hacerlo, al abrirlos. Separar lo observado del observador siempre ha sido una violencia epistémica. Y sobre la base de este principio es que se ejercen las definiciones de los que pueden hacerlas en contra o a nombre de los que no pueden hablar, en el sentido de Spivak.

Visto que el puente entre el ser y el tiempo es la memoria, una identidad cualquiera, incluyendo la latinoamericana, estará repartida entre todos los habitantes de cualquier lugar porque su “otro” estará siempre con ella, dando paso a la sensación que todos los seres humanos están en uno. Es lo que nos impide creer que hay una identidad especial y la que nos debe llevar a decir, como un buen epitafio en cualquier tumba: “he sido (sin la necesidad de ser inmortal, como quiso Borges), todos los seres”.



[1] Es la lógica del dolor como “placer no alcanzado” y el placer obtenido como el “dolor de prolongarlo y defenderlo frente a los desdichados que nos lo quieren arrebatar”.

[2] EEUU o su clase política, no sabe, por ejemplo, que su peor enemigo son ellos mismos, porque la “tercer torre” a la que le dispararon los terroristas, fue la Estatua de la Libertad que, al acosarla con todas las medidas de seguridad que impulsa la Administración Bush, será la propia clase política estadounidense quien la derribará, para convertir su imperialismo democrático en una vulgar dictadura. ¿De quién habrá sido, entonces, el triunfo? ¿George Bush no es el mejor aliado de Bin Laden?

[3] Cuando cayó el Muro de Berlín, el capitalismo fue el que sufrió una crisis de identidad terrible, no fue el socialismo, que ya estaba muerto. La globalización que se originó después es fruto de esta novedad que nadie sabe definir y que todos intentan hacerlo desde la memoria, resistiéndose a aceptar lo inédito. Como ningún intelectual puede quedarse callado, porque va contra su naturaleza charlatana y pedante, uno siente que vuelve al círculo: ¿Qué une a los diferentes? Un lenguaje para que entiendan mutuamente sus posiciones. ¿Qué distingue a los iguales? Las definiciones, que sólo pueden ser dichas a través del lenguaje, especialmente el escrito y el audiovisual. El lenguaje, pues, y el pensamiento, que es lo mismo, nos une y nos separa simultáneamente, igual que hace con todas las cadenas de dualidades. Siendo así, en rigor, no hay nada que exista separado.

[4] Siempre que se opera con este término surge la eterna discusión: ¿son latinoamericanas, Jamaica, Belize, Surinam, las antillas angloparlantes, el Canadá francés, los italianos en EEUU, Las Malvinas? ¿Brasil, pero más Haití, porque nunca son centrales en el discurso? Para los sudamericanos, los países de América Central son indistinguibles uno de otro, a excepción, tal vez, de Costa Rica.

[5] El temor de esta imagen es que también sea el fruto de una imposición de las películas en las que se cultivó mi memoria. ¿De dónde creo que los irlandeses saben pelear sino de los film “gringos” que los presentaban siempre como inmigrantes pobres, con el torso desnudo y golpeándose entre ellos con los puños sin guantes, a comienzos del siglo XX; o esa idea de los sicilianos como mafiosos y con trajes a rayas, con una ametralladora de tambor entre las manos?

[6] “Soy lo sido”, dijo una vez, tan diferente y al mismo tiempo igual que el “somos lo que seremos” de Jurguen Habermas, ya comentado anteriormente.

[7] Aunque este referente, (es), lo sabemos, es otra representación sin comillas.

[8] Nada de lo que podamos decir, hacer, juzgar o ver, escapa ya de la globalización. Cada cosa sólo puede ser vista desde ella. De tal manera que la fragmentación que crea y la que estuvo antes de ella, se combinan y pasan a ser dominadas y definidas por la globalización. Es difícil, por ejemplo, juzgar a los mayangnas, un grupo étnico en Nicaragua, si no empleamos teorías, categorías, instrumentos, recursos, aparatos, e instituciones locales, nacionales e internacionales que no estén condicionadas, de un modo u otro, por la globalización. De hecho, el término mayangna, que los propios “sumus” asumieron, es muy reciente y les llega por una conciencia identitaria más parecida a la que hablan los postmodernos, que a la autóctona de estos grupos de habitantes de Nicaragua.

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