LAS SEMILLAS EN EL TIEMPO
Por Freddy Quezada
Un día de estos, presencié un video de una boda efectuada en una comarquita de Masaya.
Los recién casados, de piel morena y rasgos indígenas, disfrutaban en una casa muy humilde, llena de lodo, en la que se revolcaban los cerdos y paseaban, remojados, pollos y gallinas en medio del baile de las parejas, al ritmo de una extraña canción que decía, si no me equivoco: “Garrote, garrote, chiquito y grandote”.
El novio estaba de saco y corbata y la novia con un glamoroso traje blanco, cuyos vuelos de punto arrastraban salpicaduras de fango. Vi todo el proceso, desde que estaban en la Iglesia de Masaya hasta el viaje que efectuaron a su comarca de origen, en medio de un aguacero descomunal que sólo García Márquez lo podría describir. Y me puse a pensar que así es mi país: algo que vemos como pobre, tropical y ridículo sólo porque, al imitar a los occidentales, o a las clases medias urbanas, descubrimos lo que es inevitable, la diferencia, donde siempre saldremos perdiendo. Porque somos nosotros los perseguidores de su modus vivendis y ellos los indiferentes.
Es como, al revés, reírse de George Bush o Jacques Chirac, si alguna vez sus hijas se casaran vestidas de princesa inca o azteca y ellos desfilaran con taparrabos enseñando sus nalgas blancas para entregarlas a sus yernos que las esperarían con sus orgullosos penachos de plumas.
Me entristeció todo esto, mientras observaba el video. Supe en ese momento reconocerme como uno de los novios o, como los dos al mismo tiempo, y en sus circunstancias. Y me puse a pensar que, por el postmodernismo, Europa y EEUU llegaron a hartarse de sus propias promesas modernas. Pero nosotros no podemos decir lo mismo.
Pero tampoco podemos seguir un camino que ni ellos mismos creen ya. Situados entre “no poder comenzar de cero”, porque ya hay, para bien o para mal, tradiciones latinoamericanas en las que, como dice Gadamer, nos inscribimos; y la de “inventar o perecer”, en la que nos exigimos novedades absolutas que sólo pueden concebirse como fruto de combinaciones inéditas, excéntricas e impensables.
Se puede ver la mezcla (ridícula y desenfocada como los trajes de los novios llenos de un lodo ancestral y de aires de celebración precolombina) y separarla. Y decir “esto es ajeno” (y al mismo tiempo prestado pero con espíritu de dueño) y “esto es propio” (pero totalmente borroso). Sin esos conceptos postizos, encajados, sobrepuestos, ¿qué somos? Además, ¿es pertinente seguir con esa angustia después de más de medio milenio de la llegada de los europeos?
Nicaragua es una vulgar copia e imitación de otros saberes e ideas. Me incluyo en primerísimo lugar. Y en esto no estamos solos. Yo no soy más que un revoltijo de ideas que me vienen del postmodernismo, del postcolonialismo y de Krishnamurti. Pero no tengo nada propio que decir.
En cuanto a los demás, los filósofos latinoamericanos que dieron origen a esta obra “Las semillas en el tiempo”, con el debido respeto y cariño que me merecen todos ellos, que me enseñaron a amar a América Latina, quiero caracterizarlos atrevidamente, basado en las lecturas que he hecho de ellos y las reseñas y buenos resúmenes interpretativos y actualizados, que han efectuado las autoras y autores que participaron en la ejecución de esta obra colectiva.
Todos los filósofos latinoamericanos abordados aquí están gobernados por dos posiciones frente al tiempo latinoamericano: por un lado, efectúan un movimiento doble de crítica del presente y recuperación del pasado cultural y, por otro, como consecuencia del primero, una profunda y sincera creencia (confundible con ingenuidad) en una emancipación y liberación descansable en un futuro pletórico y prometedor, cuya tensión utópica es creativa. El presente, como tiempo, sufre los embates de todos ellos y sólo se le atiende como un pretexto para sus utopías o como una plataforma para resemantizar un pasado generalmente heroico y digno. Ninguno ha mantenido la vista frente al cáliz del presente y mucho menos beber su contenido hasta las heces. Todos han apartado la vista hacia atrás o hacia adelante.
Asimismo, todos parten de la creencia que la base de la redención de América Latina, desde un sufrimiento colectivo al que de previo le han asignado sentido para justificar su papel prometeico, está en los ejes más clásicos de la modernidad desde Augusto Comte, Emile Durkheim y Carlos Marx: el trabajo desalienado y la educación liberadora.
Todos, también, centrados en un cristianismo, religioso o secular, activo y mesiánico, que muchos hicieron acompañar de Hegel/Marx y las combinaciones de moda en Europa (Lévinas, Camus, Sartre, Toynbee, Ricoeur, Braudel, Bloch, Scheler, etc.) que terminaron por producir lo que conocemos como filosofía y teología de la liberación. Incluso, José Carlos Mariátegui, probablemente el más original de todos nuestros pensadores, no sea, desde esta perspectiva, más que una combinación loca, pero fecunda, de George Sorel y los ayllus incaicos.
Así, podemos ver, pues, a un Arturo Ardao y su obsesión por el nombre de América Latina, amenazada por la llegada de la era de la “diferencia”; a Horacio Cerutti y la presentación como virtud de algo que hoy se ve al revés: la crítica como lo “otro” de la Utopía; a Carlos Cullen Soriano, y su separación en América Latina del “ser” y del “estar” de la mano con el regreso a Kant por la vía de la educación, el cuidado del otro (sorge) y la autonomía; a Rodolfo Kusch y Juan Carlos Scannone con su “estar siendo” y la “gratuidad”, venidos de la combinación de las escuelas clásicas antropológicas y las teorías narrativas de Paul Ricoeur; a Enrique Dussel y su fácil rendición a las modas junto a su paso sin remordimientos de Lévinas, a Marx y ahora a Said sin nombrarlo; a Franz Hinkelammert, y su imperturbabilidad sobre su discurso emancipador donde nada ni nadie lo puede hacer cambiar de sus viejas ideas sobre una combinación de Marx con Abraham, al menos tan ricas e imaginativas como las de Paulo Freire con Rosseau y Hegel, pero distintas a las rígidas de Pablo Guadarrama, Raúl Fornet- Betancourt y Ricaurte Soler sobre Marx, Fidel Castro, el nacionalismo y los recientes estudios culturales (convertidos en filosofía intercultural) que ya empiezan, por cierto, a agotarse en algunos círculos; a Francisco Miró Quesada y a Arturo Andrés Roig dentro de la filosofía del lenguaje y los universos discursivos y emancipatorios tributarios del marxismo y el hegelianismo; a Alejandro Serrano Caldera y su profundización (después de polemizar contra un marxismo fácil y evangelizador que casi lo asfixia) en el pensamiento de la ilustración de Kant y Rousseau (para oponerlo al racionalismo instrumental del mercado y de la política cínica) a través de un Nuevo Contrato Social y la Unidad en la Diversidad; a Abelardo Villegas y su desgarramiento ético, a lo Camus, entre la libertad y la igualdad; a Augusto Salazar Bondy y su contundencia y valentía, al denunciar que nunca (idea vieja como ven) hemos producido nada propio y la respuesta, también contundente, del maestro Leopoldo Zea, nuestro Edward Said, aunque con su verruga emancipadora, que se anticipó un poco al postmodernismo y a los estudios culturales con su deconstrucción de la cultura occidental europea.
Y razón no le faltaría a Salazar Bondy, si atendiéramos esa línea de pensamiento que está llevando a algunos de nuestros pensadores latinoamericanos, en su desesperación por brindar salidas nuevas y auténticas, a regresar en el tiempo europeo, hacia atrás; hacia los esquemas clásicos de la democracia con las añadiduras de moda para presentarlo seductor. Me parece que en vez de explorar con más fuerza que nunca en nuestras propias raíces (precolombinas y postcoloniales), y la época se presta para ello, y lo amerita, seguimos imitando.
La corriente postoccidental, por ejemplo, donde hoy están militando algunos de los antiguos teólogos de la liberación (como Enrique Dussel) es otra imitación vulgar de Edward Said y Homi Bahba.
A una pregunta que recientemente me formuló un filósofo portugués sobre la filosofía en Nicaragua le respondí: “Si alguna virtud hay en estas tierras, es escuchar siempre las ideas de los extranjeros y me gustaría saber más bien las suyas. ¿Para qué quiere Usted oír el eco (tardo y mal traducido) de su propia voz? Es mejor callarse”.
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