LA MEJOR ETICA: LA QUE NO SE PUEDE DECIR
Por Freddy Quezada
Quiero, antes de todo, presentarme. Más adelante se comprenderán las razones de este estilo. Siempre que preguntan quién soy en los formularios de cualquier burocracia, respondo, para burlarme en pequeña y exquisita venganza, que soy el niño--Dios, pero desde que he crecido, nadie me conoce, aunque muchos desearan crucificarme. ¿Alguien podría imaginar al divino niño con unos terribles bigotes como los míos? En verdad, ya sin bromas, soy Freddy Quezada, una persona de la media, es decir mediocre (como decía Nietzsche de este género de seres), de 43 años, gano 6,500 córdobas al mes, sin auto ni casa propia, con caminado de jirafa por los atardeceres de Managua, cada vez menos ateo, casado pero en concubinato con otra persona, único testigo de pruebas en mi ropa interior de una higiene atropellada e insuficiente, tirano con mis dos hijas, mal pensado con los demás, lujurioso impenitente con las chicas y oportunista de la peor especie.
Podría seguir confesando, con placer, mis faltas en público, y con delitos nada menores que harían enrojecer de cólera a un auditorio que compartiría en silencio conmigo muchos de ellos y que, sin embargo, sustituirían rápidamente su vergüenza por una ira colectiva, exigiendo de inmediato justicia y castigo para hacer callar una confesión impertinente que los comprometería a todos, por esa especie de complicidad que se establece entre dos caballeros respetables que se encuentran a la salida de un burdel en llamas.
Nadie puede ser más duro con uno que uno mismo. Sólo uno sabe hasta donde puede hablar de ética ante los demás, que son tan culpables como nosotros. Pero, siempre habrá alguien, entre todos, aunque sea uno, que se creerá inocente o menos culpable. Si diéramos crédito a aquella herejía que descubrió en Cristo a un hombre que se hizo matar gustosamente por no soportar el remordimiento de haber sido el responsable de la degollina de unos niños por Herodes, todos seríamos culpables, incluyendo al más inocente entre los inocentes. Pero habrá siempre alguien que alegue tener la conciencia limpia. Ese dualismo es lo que permitirá eternamente hacer correr la rueda de nuestra cultura, como esos antiguos molinos de agua donde los asnos tratan de morder la zanahoria, sin saber que su deseo es lo que mantiene todo el sistema hidráulico en marcha. Si por un momento los burros descubrieran el truco...
La ética clásica que conocemos es la ética del deber. Presentada como el “ethos” por los griegos, en especial el término medio nicomaqueo (Aristóteles, 1972) y como el imperativo categórico de Kant (1983) en la modernidad, esta ética ha sido quebrantada por la era postmoderna. La época del deber, la tiranía de los universales, termina y la congruencia entre lo que se dice y lo que se hace (que nunca fue efectiva) se quebranta y se sincera su fractura. La regla de oro de hacer las cosas como si fuera lo mejor para los demás abre el paso a la ética del derecho. Y todo, mientras los universales regresan de otro modo y los localismos se vengan. Y, simultáneamente, se replantean los dilemas inaugurados por el primer Wittgenstein en la filosofía analítica, donde la ética corre a cuenta no como garantía interna de un discurso racional y sin fallas, sino como algo que no puede decirse.
Sin embargo, la ética dominante pasa a ser la del derecho, de la diferencia, la de los lenguajes privados, es decir, la del segundo Wittgenstein, y de ahí la ética a la carta y el bricollage de nuestra era postmoderna (Lipovetsky, 1994). Bien podría decirse que, en materia ética, pues, asistimos a un combate de Wittgenstein contra Wittgenstein, que es la misma persona. Un poco como el alucinante combate entre Arjuna contra Arjuna, en el Baghavad Gita.
Cuando se habla mucho de ética es porque hace falta. El día que no hablemos de ella, sólo la practiquemos sin saberlo, se habrán resuelto muchos problemas, como recomienda el Tao. La ética es lo otro de la vida tal como es. Cuando no nos gusta, huimos de ella e inventamos otro mundo donde todo sea mejor. Es un gran error. Si todos, pero absolutamente todos, por un minuto, como el Clamence de La Caída de Camus, reconociéramos lo corruptos, lujuriosos, pillos, malvados, hipócritas, buenos sólo ante algunos públicos que nos interesan, rectos algunos fines de semana y días de guardar, que somos, de verdad, la ética desaparecería pero, también, desaparecería con ella su contrario que le dio origen y todo pasaría a ser otra cosa inexpresable. En esta forma de ver las cosas, la ética se parecería a la mística. Cuando desaparece un término, desaparece el otro y pasa a ser algo indefinible, igual solamente a sí mismo y a todo lo demás, nada igual otra vez, y diferente de sí misma, y así sucesivamente, como las olas del mar que se renuevan a cada momento sin ser igual cada vez y siéndolo (como memoria inútil) sin serlo.
Consecuente con lo anterior, lo mejor, pues, de todo este discurso es no haberlo dicho, a fin de cuentas nadie lo seguirá, porque está en él no ser seguido para poder decirse, y una ética que se traiciona para poder señalar alguna virtud fuera de ella misma, no sirve. Como la reconvención del monje que ha hecho votos de silencio y tiene que gritar para callar a sus hermanos de orden cuando lo rompen. Nada volverá a ser lo mismo, como en efecto nada lo es, en este ejemplo de los trapenses, después de la primer palabra que fue una orden: silencio!!! En el caso de nuestra cultura, cuya primer orden es amarás a tu creador o creadora, es fuente de repetición (el sólo llamado a nuestras madres, por ejemplo, es volver a empezar de nuevo) y por ello estamos condenados a no encontrar lo nuevo que es imposible en los límites del lenguaje que, con mucho esfuerzo a lo sumo, nos permite la paradoja, algo incluso inservible para comunicar una experiencia ética distinta y nueva.
La ética del Che, por ejemplo, no es más que una coherencia que se ignora a sí misma, como la de Cristo, Buda, Lao Tsé, deseable sólo para que el no la practica, que somos todos. La del Che es una ética occidental muy dolorosa, la de los orientales es inexpresiva e inexpresable. Esta última me recuerda aquella conmovedora expresión en un texto que ocasionó hace pocos años furor en Occidente, "El monje y el filósofo" (1998) --diálogo entre un padre, filósofo de profesión, y su hijo budista tibetano, ex-científico-- en el que figura una confesión de los motivos que llevaron al biólogo molecular a renunciar a su cultura por algo muy sencillo. Fue testigo, desde niño, de cómo los intelectuales amigos de su padre (Jean Francois Revel) no hacían lo que decían. Viendo un documental sobre el Tíbet, fue que decidió romper con su cultura y abrazar el budismo. Creo que el encanto del Che Guevara entre los jóvenes produce también el mismo efecto. No les importa ni les interesa saber cuál era su ideología, sólo se detienen a respetar su consecuencia.
En puridad, pues, si no se puede decir nada, ni hacer, porque en nuestra cultura primero hay que decirla, es una locura y una contradicción en los términos estar hablando de ella. Y, sinceramente, haría mejor estar paseando por Granada y preocuparme, mientras lo hago, por pagar los recibos de luz, agua y teléfono de mi casa, que estar aquí frente a ustedes hablando para hacerme admirar por la valentía de confesar mis miserias y enredarlo todo para explicarme.
Lo verdaderamente fascinante para mi de la ética no es el qué de las distintas variedades del discurso (y hay un buen panorama contemporáneo de ellas en Corominas, 2000) sino el quién las dice. No el Logos sino el narrador. Tal vez por eso a esta altura de mi vida esté más interesado por las cartas, los diarios, las autobiografías, las memorias, las entrevistas, los testimonios de los otros, y hasta los chismes si prefieren, de las grandes personalidades que por sus discursos propiamente dichos. Es como sucede con las películas de hoy. Hay cierto tipo de personas, entre las que me cuento, que están más interesados en la vida real de los actores y el cómo se hizo la película, que en el film propiamente tal. Uno de estos días fue así cómo me di cuenta de la homosexualidad oculta de Rock Hudson, de las mezquindades de James Dean y de la crueldad de Shirley Temple. O, para estar más actualizados, del racismo de Arnold Schwarzenegger, las sandeces de Madonna y las mariconadas de Michael Jackson.
Actores de narraciones, o cantantes de ellas, frente a nosotros, ellos mismos eran otra, una más, sólo que la propia se la tomaron en serio, por el simple hecho de creerla suya. Si hubiesen actuado su propia vida, como todos nosotros, anónimos, no serían lo que fueron. Actuarse es disolverse. Uno ignora siempre si está quebrantando un guión, obedeciéndolo o creándolo. Cuando el actor coincide con la persona, no hay simulador profesional, pero tampoco ese ser que creemos representar ante los demás. Personnae, en su sentido original, significaba eso precisamente.
La esencia coincide con la apariencia. Y ya no tienen sentido ni la ciencia ni el arte porque todo es inmediato. La diferencia pasa a ser una ilusión. Es algo que han tratado de decirnos siempre los místicos de todas las culturas, desde los sufíes hasta los taoístas pasando por los nuestros, como Meister Eckhart, San Juan de la Cruz, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa, etc. No hay ser ni deber ser. Uno es lo otro y ninguno. Y este “ninguno” no se puede decir porque es incomparable, inconmensurable. Para definirlo, tendríamos que apelar a la memoria (no tenemos más remedio que nombrarlo, otra vez, como el “ser” pero en otro grado) y entonces regresaríamos de donde precisamente venimos y no deseamos repetir: lo sabido. Este dato es lo que nos lleva a pensar que la vida de casi todos estos actores son superiores a muchas de las películas que hicieron. Y han muerto, los muy miserables, sin saberlo.
Algo parecido puede decirse de los que hablan de ética. ¿Se podrá creer en un Marx redentor mientras nos enteramos de la relación con su sirvienta, con quien procreó una hija para el dolor de Jenny de Westfalia; o en la fidelidad de un Lenin mientras leemos su encendida correspondencia con Agnes Armand; o en el crimen de Jean Jacques Rousseau de dejar morir a sus hijos en orfanatorios; o en las crueldades de Simone de Beauvoir con sus amantes mujeres; etc?. Hagan la prueba y verán que, después de saberse ciertas cosas censurables de nuestros autores o autoras favoritos/as, no se pueden volver a leer sus obras con los mismos ojos. O, al revés, qué tonificantes se vuelven algunas de las más chifladas teorías, soportadas por vidas pobres, franciscanas, espartanas y frugales, como las de Krishnamurti (1983) con su espantoso dolor de cabeza y esa capacidad de asombrarse por las hojas más humildes de los árboles; Wittgenstein (1998) con su homosexualidad fresca, bien llevada y ese aposento en el que vivía compuesto de un catre, una silla y un pequeñísimo librero; Feyerabend (19??) con su odio por los médicos, esos asesinos de bata blanca; y Cioran (1997) con su insomnio maldito, al que le atribuye la fuente de su generosa hiel. Este último, incluso, ya al final de su vida, al optar por el silencio y coherente con todo su pensamiento, solía responder a quienes observaban su mutismo editorial, que estaba harto de calumniar al universo y que, en consecuencia, había decidido callar.
En cuanto al cómo de los discursos éticos, esto tiene que ver con un trabajo de ingeniería que en los discursos tiene que ver más con el contexto y los recursos estilísticos de los autores que el contenido de sus discursos. En las películas, para seguir con las analogías (ni modo estamos en su minuto de fama), es donde se revelan los trucos más fascinantes y donde nos damos cuenta de los montajes y efectos especiales que usan los cineastas para impresionar nuestra razón, espíritu, sentidos y emociones. Es igual con los discursos de cualquier tipo, en primer lugar los éticos. En fin, por razones de espacio, no tengo más remedio que recomendar aquí el trabajo de Paul Johnson (1995) Los Intelectuales donde expone a la vista del público cómo hicieron muchos autores sus discursos más representativos y desenmascara sin piedad y hasta con cierto placer, para desgracia de los/las fans, a muchos de los más renombrados pensadores occidentales, cuyas vidas nada, pero nada, tenía que ver con lo que decían.
Para ser juez de los demás, puestos que estamos condenados a efectuarnos juicios siempre entre nosotros, en verdad eso es la ética de todos los días, necesitamos antes de la condena o la absolución, ser las víctimas de todos y el verdugo de los demás, simultáneamente. Desapareciendo un término se deshace el otro. ¿A qué damos paso después? ¿Por qué importa saberlo? ¿Por qué volver a repetir todo, nombrando con el mismo concepto a otra cosa? ¿Por qué volver a separar lo que no se puede? ¿Por qué no ser lo que somos? Partículas insignificantes y sin sentido de este universo que creemos único y real. Simples insectos, con las patas llenas de mierda. Fórmula que puede ser expresada con más amabilidad por medio de un aforismo muy célebre entre los cristianos. Tanto que hemos huido de él y lo encontramos otra vez con los brazos abiertos, como esperando a un barbero que nunca llega. Por lo visto, seguimos sin ganarle la partida a Jesús, ese peludo correcto y amistoso, cuyo rostro la ciencia ha rebajado hasta hacerlo parecer, en su falta de gracia, al mío, y que dijo una vez sin emplear malas palabras “Aquel que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. La mía, escondida tras la espalda, hace mucho tiempo la he dejado caer al suelo.
BIBLIOGRAFIA
Aristóteles (1972) “Etica a Nicómaco”. Obras Filosóficas. Los Clásicos. Colección Grolier. México.
Cioran, E. (1997) Conversaciones. Tusquets. Barcelona.
Corominas, J. (2000) Etica Primera. Desclée de Brouwer. Bilbao.
Feyerabend, P. Matando el Tiempo. Autobiografía.
Johnson, P. (1995) Los Intelectuales.
Kant, I. (1983) Crítica de la Razón Práctica. Espasa—Calpe. Madrid.
Krishnamurti, J. (1983) Diario de Krishnamurti. Ed. Orión. México.
Lipovetsky, G. (1996) El Crepúsculo del deber. Anagrama. Barcelona.
Revel, J. F y Ricard, M. (1998) El monje y el filósofo. Ediciones Urano. Barcelona.
Wittgenstein, L. (1998) Diarios Secretos. Alianza Editorial. Madrid.
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