viernes, 13 de noviembre de 2009

Entre un bar-tender y un vagabundo

ENTRE UN BAR TENDER Y UN VAGABUNDO

Por Freddy Quezada

A una chica, que siempre parece estar recogiendo conchitas en una playa, sonriéndole a todo lo que se mueva, le dije una vez, mirando un cielo despejado y cálido, que si se me diera la oportunidad de elegir un trabajo, sería bar tender o vagabundo. No es mucho pedir--- me dijo, desplegando su sonrisa marina.

En efecto, no es mucho pedir ser bar tender, si partimos que son trabajadores nocturnos y sus desvelos no tienen nada de romántico, ni de agradable en restaurantes y bares donde la paga es mala y los clientes son unos borrachos/as odiosos/as que se creen los amos/as del mundo. Sin embargo, creo que es un buen sitio para escuchar las penas de los demás, que son las que se cuentan, aunque también, en menor medida, unos éxitos que prescinden de la atención de un camarero. En tal oficio, es inevitable recordar al bar tender, que no dice ni una sola palabra, frente a las increíbles confesiones de aquel juez que hizo célebre la obra La Caída, de Albert Camus. Para espíritus postmodernos, quizás tengamos que apelar, para efectos comparativos, a la película Cocktail, con el narizón Tom Cruise, quien se hace célebre preparando tragos y brincando, con sus envidiables caderas sexy, detrás del mostrador.

“Escuchar a los demás”, es una virtud que no se obtiene naciendo en un país de charlatanes como Nicaragua. Tengo la seguridad que un cantinero es uno de los pocos oficios que enseña a disciplinar la palabra y a robustecer los silencios, ante el dolor del otro y quizás sea el único que celebre la felicidad ajena con su ausencia. A pesar de sus miserias, el bar tender encierra toda una poética de la comprensión. Es el psicoanalista postmoderno; su trabajo es no moverse del mismo sitio y conocer a todos los esquizofrénicos de nuestra época. ¿Otro trago, amigos?

En cambio, el vagabundo, el otro oficio (?) de mi elección, es el que moviéndose por todos los sitios, también conoce las perversiones de nuestra era. Es el típico ser sin futuro, borracho y feliz. El maestro Joan Manuel Serrat dice, en una de sus canciones, que “donde haya vino y lumbre” tiene su hogar. Duerme, por lo común, a la orilla de una montaña de paja fresca con el presente a su lado y las raíces en sus zapatos. Desprendido de toda propiedad y riqueza, viaja sin rumbo, errático y sin centro, hablando consigo mismo en voz alta, conociendo a los demás en sus egoísmos, vanidades, ambiciones, lujurias e ilusiones. Nadie lo determina porque felizmente es nadie. Ama sin fotos ni promesas. Decarta y es descartado.

El día que en su camino se encuentre con un bar tender, seguramente no se reconocerán, porque son la misma persona. Sin moverse, el uno, habrá llegado al movimiento, de donde el otro viene. Y, al servicio de una copa levantada en silencio a mitad del camino, brindarán en el cruce de un punto, que siempre es hoy, donde todo sucederá porque ha sucedido ya.

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