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LA LUJURIA DEL SABER
Por Freddy Quezada
Al amigo de toda una vida: Hulasko Meza
A Roland Barthes le debemos la terrible idea que podemos gozar leyendo. Algo así como agarrar a los libros por el lomo y dejarla ir sin clemencia por la página más sublime, como aquel chiste del perturbado por la publicidad de autos, sorprendido en su garaje introduciéndole el chorizo al escape de su Porsche.
El conocer hace creer al que lo posee, que tiene el derecho de elegir lo que quiera y le favorezca. Las leyes nos han engañado creyendo que lo atempera. El conocedor posee todas las virtudes, el muy cretino, pero quiere probar todos los vicios, sin saber que tener en plenitud todas las primeras, es empezar a poseer los segundos. Y nadie más que los intelectuales, aún los que se creen los más desprendidos y abnegados, lo saben y llevan como un secreto maldito. Este principio renacentista no puede eliminarse más que con la vida simple que se ignora a sí misma. Como esa sensación melancólica que tenemos al ver una ventecita pobre, de piso de tierra, iluminando con su único bombillo amarillo y triste, los colgajos de golosinas para niños y las frutas baratas en proceso de fermentación, atendida por una anciana en soledad y espera, que somos nosotros: la podredumbre que se cree observadora y que camina como Jon Voight en “Midnight Cowboys” por las avenidas de New York, inocente y sobreseguro repartiendo sonrisas que no devuelve la multitud, al ritmo de la canción “Todos hablan”; el deseo marchito que al mismo tiempo llora y sigue estirando los brazos. Entonces llegan la frustración, el desencanto, la ira, y la lástima de sí mismo. Después del recorrido, al llegar la calma, que preparará otra vez el viaje, se encuentra uno disuelto con la reflexión, el humor y la pequeña sonrisa.
El intelectual, consciente de su lucidez, del valor y el alcance de su condición, se permite derivar por un automatismo kantiano, la creencia que tiene un poder que obliga a los demás a obedecer y a una buena parte (de ellas) a complacerlo. El deber y el placer se amalgaman en las facultades de su imperio. Sin embargo, la situación le abre dos flancos: a) luchar contra la creencia de su poderío ridículo y decirse sinceramente que quiere disolverse en los demás inscribiéndolo en un conflicto aburrido y b) al abandonarse a su pulsión deseante, sufrir por la desobediencia y no ser complacido.
Todo el escenario se desencadena por el número de las derrotas que sufre cuando no se satisfacen sus apetitos. Extiende la mano con la majestad de ser respondido y recibe a cambio la más monumental de las bofetadas. He ahí a un imbécil, tímido y autoritario a la vez, arrinconado en una esquina pensando como escribir la experiencia para curarse.
El poder para los intelectuales, consiste en el regreso al mundo infantil, donde basta estirar la mano para tomar lo que se les antoje. Son el nuevo tipo de poder. Nadie les puede decir no, ni siquiera y, sobre todo, las mujeres que nos han compuesto, con nuestra propia ayuda, todos los poderes como imaginarios, la mujer como deseo, como placer. Les pasa también a las mujeres intelectuales, si son heterosexuales, con los hombres. En el centro está el deseo. Puro en sí mismo, combustionando dentro de sí, sin quemarse.
Entre menos se desea más se es, en el sentido ontológico, pero el irrespeto de este procedimiento diario, violándolo con delicia todos los días, nos invita al abismo de las pasiones intensas pero ligeras, a la rabia integral pero pasajera, a la quema de uno mismo, como los bonzos, que al arder y caer envueltos en las llamas, ya muertos, se levantan sobre sí mismos como antorchas y vuelven a quedar para siempre en la posición de loto, testimoniando su protesta.
Si decimos que el sistema existe, tenemos que decir que estamos incluidos en él, para poder continuarlo u oponernos, no importa; y aquí nos mantiene en pie la ilusión que estamos separados de él, solos o acompañados. Si decimos que no existe, nos disolvemos falsamente en él, y nos quitamos de encima la facultad de saber que lo imaginado es el fruto de un conjunto de poderes (el lenguaje, la familia, escuela, medios, cultura, etc) que lo compusieron dentro de nuestra cabeza, con la ilusión que le añadimos algo que le llega desde nosotros mismos, sin reparar que lo añadido es precisamente la ventana por donde se cuela el todo, siendo, al final, un lazo parecido al símbolo del infinito. ¿Qué lo hace dar vueltas? El pasado, la memoria y la historia para huir hacia atrás; la misión, el objetivo, lo que “no es” o lo que “debe ser”, para huir hacia adelante. El pasado y el futuro que están unidos por la bisagra de un “presente” que los sostiene y los crea infinitamente. Destruir ese “presente” como fuente, por otro que es el mismo, pero sin comillas, no significa salirnos del tiempo, sino disolvernos en él. Ser el acto mismo, como cuando uno evade, al conducir, los encontronazos con otro auto, diciéndose a sí mismo y sólo hasta después de ocurrido el evento, pues ha sucedido sin pensamiento, sin reflexiones, sin pasado ni futuro, “¿cómo lo hice? ”
El tiempo es una composición y no un río. Es una criatura que lleva el sello de sus creadores, que no son simples humanos, sino seres con algún tipo de poder que yo llamaré aquí de “composición”. La lógica, la racionalidad de todo lo que hacemos, decimos y pensamos le viene de este atributo fundamental de poder. Por eso comparte las reglas de los juegos, pero también la severidad de las leyes, el humor de los bufones, la sensibilidad de los compositores artísticos y la inclemencia de los reyes. El poder es uno, pero también no lo es, cuando se advierte su inutilidad. El poder real es renunciar, sin proponérselo, en su núcleo más duro, al deseo.
El deseo está en cada uno de los eslabones de la cadena. Es decir, no hay comienzo ni fin, sino una banda de moebius cuyos puntos son hologramáticos. De tal manera que las fuentes compositoras de imaginarios, incluyéndose uno como vehículo multiplicador o retículo de resistencia, se confunden con lo que uno mismo cree de más particular en el empuje de las nuevas ideas. Y resulta que no reconocer al sistema en uno, es el motor que lo alimenta. Pero el secreto del secreto, es creer que descubrirlo sirve para derrotarlo. Y más allá de estos dos secretos juntos, imaginarnos como héroes en el centro del laberinto luchando contra él, es la peor de las ilusiones. No hay dos cosas: individuo y sistema, sino una sola: el sistema que es el individuo. Poder, saber y deseo es, pues, una ecuación que sólo se resuelve en el mundo silencioso de las miradas del tejido.
Entre los hombres, desear con la mirada es lo que verdaderamente iguala a un hombre con otro y coincidir en la lascivia al seguir unas nalgas, para nuestra época no importa ya de qué sexo, nos hermana en una fraternidad clandestina.
Nada tiene, en consecuencia, más importancia en el mundo, que aquel grito goliárdico de batalla que, vagabundeando en un viejo jeep lleno de mis amigos universitarios, lanzábamos por las alegres calles de la vieja Managua, borrachos y dichosos; grito impublicable de juventud que traduciré con hipocresía, contando con la complicidad de los que aún saben la consigna verdadera: “a coger a coger, que el mundo se va a perder”.
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