viernes, 13 de noviembre de 2009

Los delirios de la Lucidez

LOS DELIRIOS DE LA LUCIDEZ

Por Freddy Quezada

Al Dr. Alejandro Serrano Caldera, con mucha gratitud.

Las grandes cosas se descubren siempre con una carcajada. El día que lo supe, fue viendo un flujo de personas entre el palacio del azar, la Lotería Nacional, y el del cálculo, los tres Bancos situados a su alrededor, en la carretera a Masaya, exactamente en una estación de autobuses. Fue un 21 de marzo a las once de una mañana lúcida y sin significado.

Viendo el movimiento de autos y personas, me dije cuánto cambian las cosas y la gente. Todos se movían, menos yo—el observador. Al incluirme en el vértigo, me sorprendí de no encontrarme. Estaba repartido en todos. Y descubrí la ilusión de la que había sido víctima en el primer momento. Estaba disolviéndome en la nada. Era parte del río. Entonces reí como un loco.

Comprendí que la lucidez tiene sus delirios como la razón sus locuras. Reconciliar las cosas pasa por privarlas de sentido y devolverles la gratuidad de su presencia. Esa es la risa y la ironía. Y para quien no lo enfrente con sabiduría corre el peligro de extraviarse y sufrir las quemaduras del mediodía. Es que nos asoma a unos abismos aterradores y calmos de nosotros mismos, como esas profundidades marinas a las que sólo pocas personas han llegado. El riesgo es, pues, de caer hacia lo más hondo de uno, sin saber que, al final, están esperándonos todos.

Octavio Paz, se equivoca cuando dice que los escépticos occidentales, desde Pirrón hasta los personajes dostoyevskianos, pasando por Montaigne y Hume, consideran su nihilismo como

una “falla espiritual” y, de ello, derivan esa acción sin sentido que los ha llevado al suicidio y a callejones sin salida.

Creo, más bien, que los occidentales, escépticos incluidos, no reconocemos la nada, horror vacui. Nos resistimos con todo el alma a reconocer la serenidad y gratuidad del cese total del pensamiento. De la instalación de la nada. Pero no la nada divina de San Agustín, ni la nada viscosa de Sartre o la turbulenta de Hesse, sino la nada de nada. A la nada serena, que es como una ataraxia sin distraimientos. Por no atenderlo así, el escéptico siempre confía en lo más profundo de sí, que la esperanza vuelva a colarse en sus muros, que la fe, la creencia en algún sentido, por muy insignificante que sea, le devuelva las certezas perdidas.

Sin duda, es muy duro para cualquiera de nosotros, escépticos incluidos, la renuncia más absoluta y el extrañamiento más integral sobre el sentido de las cosas. Es insoportable. No podemos contactarnos con “demasiada realidad”. El Occidental siempre necesita mediaciones.

No logramos comprender que el sentido se reparte en todas las cosas y es recuperado por los sentidos, sin trascenderse, consumiéndose en su mismidad. Sé que esto me puede llevar al aburrido juego occidental de la mismidad (que se aplica a sí misma autorreferencias para agotarse en la simulación de su anulamiento), el dualismo (platónico y yin/yángnico) y el justo medio (que enmascara una nueva voluntad de poder); del uno, dos y tres que, otra vez, pasa a ser uno. Pero voy a aventurar otra metáfora más poética.

Los delirios de la lucidez son como estar volteado al revés. Con el rostro hacia dentro, con los ojos viendo nuestras profundidades marinas en una soledad rota; con nuestra nariz apuntando hacia la superficie esponjosa de nuestra sangre; con nuestra boca tragando cadenas de sospechas infundadas sin decirlas; con nuestros oídos escuchando la anulación de todos los ruidos en un latido. Y, al revés, todo nuestro cuerpo interno expuesto a los más pequeños cambios del viento. Sensible a cualquier cosa del cosmos en su superficie tierna y delicada.

Estar claro de todo es, de algún modo, pues, empezar a delirar. Es el terror de perder el último de los sentidos al que nos asimos. No hay escalas en esto de los sentidos. El centramiento monista de una sola cosa, por muy ínfima que sea, siempre servirá para construir la ingeniería de sentidos de nuestros cosmos. Siempre pondremos todos los huevos en una canasta. Es lo que único que nos ha enseñado el monoteísmo. Tenemos que hacer del descentramiento de las cosas y los sujetos, nuestro nuevo centro. Y descentrar los descentramientos y así, sucesivamente, a mayor velocidad cada vez, hasta regresar a lo que somos, sin movernos, sin reírnos, un pie, una mano, torbellino, caballete, adelante, atrás, adelante y atrás, atrás y adelante, media vuelta y vuelta entera. Oa.

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