sábado, 14 de noviembre de 2009

Sin poder vivir ni poder morir

SIN PODER VIVIR NI PODER MORIR

(En la mazmorra estrecha)

Por Freddy Quezada

Para Orlando Morales, el otro amigo de siempre

Albert Camus cuenta con horror, en una de sus novelas, sobre el método de tortura más empleado en la Edad Media. Se trataba de una celda tan baja que uno no podía estar de pie y tan estrecha que uno no pudiera acostarse. De tal manera que el castigo consistía en permanecer abandonado, para siempre, en una postura incómoda. Exactamente cómo la mayoría de los nicaragüenses hoy: sin poder vivir y sin poder morir. Ni poder estar de pie para luchar resueltamente, ni poder acostarse para morir con decencia. Estamos como a gachas en una mazmorra estrecha.

Sin poder vivir, por el pavoroso desempleo (que nos hace arrastar los pies por las calles con un ruido de cadenas), por la carestía de la vida (que nos recuerda la amargura de los alimentos), por la ausencia de sentidos (que nos desequilibran nuestra salud mental), por el consumismo (que nos obliga a ver las mercancías con el suplicio de Tántalo), por la competencia (que nos enemista con los mejores compañeros), por la ruptura del tejido social (que nos desintegra la familia), por la falta de solidaridad entre nosotros (que nos olvidamos de los amigos) y, por último, hasta el desprecio, sin merecerlo, de nuestros vecinos. Se ha generado, también, la cultura del ganador en medio de un océano de perdedores y fracasados. El triunfo se iguala a la razón y el vencedor a la justicia.

Sin poder morir, porque fallecer en nuestros tiempos equivale a invertir una fortuna que se la heredamos a los familiares que nos sobreviven y los endeudamos. Un profesor amigo, me decía que morir en Nicaragua representa un desembolso igual a la instalación de una microempresa.

El terror que los nicaragüenses sienten por la muerte, no es tanto el miedo natural de los occidentales a sus dolores y misterios, sino a su precio, suficiente de por sí para causar la muerte que tanto se teme. Acaso ese sea el negocio. La muerte ha sido atrapada por el cálculo y ha entrado a nuestros hogares casi como un costo fijo. ¡Qué diferente a aquel simpático esqueleto, sin sexo, con una guadaña inofensiva en ristre que servía para asustar a los niños y niñas! El neoliberalismo mató a esa muerte.

Sin poder vivir y sin poder morir, pues, ¿qué nos queda?: lo de siempre y lo mismo: luchar. Pero no ya como una estrategia de algunos pillos sabios, o como recurso de alguna organización infalible, o astucia de algún Maquiavelo de bolsillo o desesperación de una masa vengativa, sino como un valor puro y simple. Luchar bajo la estricta desconfianza hacia todos, incluyendo en primer lugar los luchadores a los que hay que hacer renunciar, por placer, a los frutos de sus luchas. Hay que empuñar el nuevo valor con la lucidez del escéptico, el abandono del condenado y la alegría fresca del cínico y, si no nos rinde frutos, al menos nos procurará diversión y . . . quién sabe, hasta algunos réditos materiales y espirituales, sin desearlos ni buscarlos.

Es una filosofía de la vida que nos mantendrá intacto el asombro por el día, como los niños, y la mirada sin aburrimiento frente a nuestra incomodidad, en la mazmorra estrecha, con una ironía sana y sin ilusiones. Muy bien, sin poder vivir ni poder morir, pero dispuesto a luchar con la dignidad de los agachados.

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